sábado, 15 de diciembre de 2012

Sí, soy feliz, ¿qué pasa?

Los alumnos de la Agencia de Publicidad Pícame junto a los alumnos de periodismo de la Universidad Camilo José Cela donde trabajo tuvieron una gran idea: hacer un periódico gratuito sólo de Buenas Noticias. Y allá que se fueron a la Puerta del Sol a repartirlos. Me pidieron un artículo y esto es lo que les envíe, y lo que publicaron, gracias chicos!!

Sí, soy feliz, ¿qué pasa?

Parece que otra de las tantas consecuencias de la crisis, y será la única vez que la mencione, es haber  puesto de moda la queja constante y reiterada en las noticias, el metro, el mercado,  el ascensor…. Me resulta difícil creer que haya tanta gente infeliz,  parece, más bien que a la mayoría nos avergüenza confesar que somos felices. Admitir que se es feliz se ha convertido, si no en algo políticamente incorrecto, al menos en algo de mal gusto, ¡con lo mal que lo están pasando otros!

El último informe  que publicó el instituto CocaCola de la felicidad señala que el 54% de los españoles considera al amor como la máxima prioridad para ser felices, superando a la salud que ocupaba la primera posición según el informe del Instituto Coca-Cola de la Felicidad 2008, y que se sitúa ahora en un 31%. A pesar del mal momento económico, el dinero sigue siendo el último en el ranking de factores indispensables para lograr la felicidad, con un 7%. Un porcentaje que ha disminuido notablemente, si lo comparamos con los datos del informe correspondiente a 2008.

El primer informe señalaba celebrar los cumpleaños, ir de compras, dar cariño, cuidar el medio ambiente, celebrar la navidad, dormir la siesta y ser agradecido, como algunos de los pequeños hábitos o costumbres que ayudan a complementar el perfil de la gente que se declara muy feliz.

Bien, pues dicho lo cual, y considerando que el dinero no es la excusa, yo les preguntaría a los lectores infelices lo que el famoso psiquiatra superviviente del holocausto, Viktor Frankl,  preguntaba a sus pacientes aquejados de múltiples padecimientos, más o menos importantes, ¿por qué no se suicida usted? Superada la sorpresa todos enumeraban la cantidad de cosas que había en su vida que merecían la pena y por las que no podían marcharse: sus hijos, los amigos, su trabajo, un talento, recuerdos que no querían perder, la belleza de una puesta de sol... La clave, probablemente, está en que prestamos más atención a lo que no tenemos, a lo que nos falta, y  siempre falta algo: mi coche puede ser mejor, podría tener mejor sueldo, y mi pareja debería ser más detallista, de manera que nos convertimos en infelices sin remedio.

Permíteme lector que sea G. Bernard Shaw quien tome ahora la palabra: “Las personas que funcionan bien en este mundo son las que al levantarse por la mañana buscan las circunstancias que quieren, y si no las encuentran las inventan”.

Al final, parece que la vida no es esperar a que pase la tormenta, es aprender a bailar bajo la lluvia. Y, sí,  soy feliz, porque cada día busco una pequeña cosa por la que merezca la pena vivir, ¿qué pasa?

sábado, 1 de diciembre de 2012

El hombre líquido

Con las navidades acechando a la vuelta de la esquina puede ser un buen momento para que te plantees si tus hábitos consumistas te dan la felicidad que suelen prometernos los medios de comunicación.

El filósofo y ensayista Zygmunt Bauman define a nuestro tiempo como la “modernidad líquida”. Partiendo del supuesto de que hoy nuestra única certeza es la incertidumbre el hombre moderno ha convertido la vida, el amor, los miedos, etc. en algo provisional. No se da el tiempo para que ninguna idea o pacto solidifique. Este enfoque ya forma parte de la filosofía de vida: hagamos lo que hagamos es de momento, por ahora, y así, la vida es líquida, el amor es líquido, hoy una pareja dura lo que dura la gratificación. Es lo mismo que cuando te compras un teléfono móvil: no juras fidelidad a ese producto, si llega una versión mejor al mercado, con más trastos, tiras lo viejo y te compras lo nuevo.

También los miedos son líquidos, estamos asustados por la fragilidad y la vacilación de nuestra situación social, vivimos en la incertidumbre y en la desconfianza en nuestros políticos e instituciones.

Para Bauman hay dos valores básicos en nuestra vida: la seguridad y la libertad, y ahí está la gran paradoja, se suponen valores irreconciliables. Cuanta más libertad tengamos menos seguridad, y cuanta más seguridad menos libertad. Sí,  conseguimos que no nos atraquen por la calle, que si caemos enfermos nos atiendan, pero nos volvemos dependientes, subordinados, y eso nos hace sufrir.

Irremediablemente esta vida líquida es el reflejo de nuestros hábitos de consumo, ¿o es la vida líquida de nuestra época la que condiciona nuestra manera de consumir?, en cualquier caso, la obsolescencia planificada junto al afán por adquirir lo último, han llevado a que nuestro consumo sea un “fast” consumo. Todo es de usar y tirar. Por extensión hemos acabado convirtiendo las relaciones personales en relaciones líquidas, que no solidifican. Objetos y personas son bienes de consumo, y como tales pierden su utilidad una vez usados. La vida líquida conlleva una autocrítica y autocensura constantes; se alimenta de la insatisfacción del yo consigo mismo.

Nos hemos convertido en consumidores consumidos. Hemos trasplantado unos patrones de comportamiento creados para servir a las relaciones entre cliente y producto, a otros órdenes del mundo. Tratamos al mundo como si fuera un contenedor lleno de juguetes con los que jugar a voluntad. Cuando nos aburrimos de ellos, los tiramos y sustituimos por algo nuevo, y así ocurre con los juguetes inanimados y con los animados.

La cuestión es que una actitud racional para con un objeto es una actitud muy cruel para con otros seres humanos. El consumismo es una catástrofe que afecta a la calidad de nuestras vidas y de nuestra convivencia. Creemos que para todos los problemas siempre hay una solución esperando en la tienda, que todos los problemas se pueden resolver comprando, y esto induce a error, nos debilita.


P.D: Una buena sociedad sería la que hace que las decisiones correctas sean las más fáciles de tomar. Zygmunt Bauman.

sábado, 17 de noviembre de 2012

¡A por ellos¡ que son pocos y cobardes

“Bueno, tampoco es para tanto. Mañana a primera hora me pongo con ello”, “bufff, ¿ponerme con eso ahora? si es que no me apetece… el mundo no se va a venir abajo porque lo retrase un par de días” o “pongo a bajar un par de películas y luego sin falta lo hago”. Luego te enredarás con Twitter, te pondrás a echar una partida con la Xbox o empezarás a ver el último capítulo de Lost… y la tarea seguirá sin hacer.

Puedes ser realmente bueno buscando complejos y convincentes argumentos para postergar lo que no te apetece hacer en ese momento, que es justo el momento en el que deberías hacerlo. Este arte del regateo productivo se ha dado en llamar procrastinación y es uno de los grandes males de la sociedad contemporánea y paradójicamente (dado que se basa en postergar las tareas), uno de los mayores creadores de estrés. Según diversos estudios, la llamada procrastinación provoca, a largo plazo, migraña, problemas gástricos, dolor de espalda, catarros y malestar generalizado, puesto que tendemos a dejar para otro momento todo aquello que percibimos como desagradable o indeseado, de forma que poco a poco todas esas tareas comienzan a acumularse en un lastre que arrastramos día tras día. El psicólogo y filósofo norteamericano William James señalaba que "nada es tan fatigoso como el eterno balanceo de una tarea inacabada". La sensación de que nos tendremos que enfrentar con lo indeseado no desaparece hasta que finalmente lo afrontamos.

Si me dejas puedo sugerirte algunas maniobras de distracción para librarte de nuestra amiga la procrastinación:

1. Si se trata de una tarea grande divídela en tareas más pequeñas. Eso te ayudará a ver que no es para tanto y te animará a acometer la tarea punto por punto, con pequeñas conquistas.

2. Si es una tarea compleja, no busques la perfección a la primera. Hazla, termínala de un tirón  y luego vuelve sobre ella para mejorarla y pulirla. Muchas veces es “el sacar brillo” lo que nos desanima: “es que es un montón de trabajo”. Generalmente lo que es un montón de trabajo son los pequeños detalles. No te pares a darle formato al texto, o a buscar los iconos para una presentación, o a encontrar el estilo perfecto de un escrito, empieza a escribir como sea y una vez completado ya lo irás perfeccionando a tu gusto. Es más fácil así.

3. En cualquier caso es necesario que cortes cualquier distracción. Si no, justo cuando estés debatiendo internamente sobre si hacerlo o no hacerlo, recibes un correo o te comentan algo por Twitter y, adiós al debate. Tu cabeza ya está en otro sitio, has perdido la oportunidad de hacerlo.

4. La regla de los “2 minutos” de David Allen, el precursor del método GTD (Getting Things Done), puede ser muy útil para dar esquinazo a la procrastrinación. Si una tarea surge y la puedes completar en menos de 2 minutos (es un tiempo orientativo, se refiere a que podemos terminarlo de forma inmediata), hazla, ahora, sin pensarlo. Muchas de esas pequeñas tareas que podríamos despachar en menos de dos minutos son la materia prima de la procrastinación. Los mensajes de correo son un claro ejemplo de ello. Si puedes contestarlos, dar una respuesta a alguien que busca algo y cerrar el tema en menos de dos minutos, hazlo de inmediato, no digas “bueno, le contesto mañana mejor”.

5. Otro truco puede ser recurrir a tu canción favorita. Todos tenemos una canción “que nos pone las pilas”, que nos llena de energía y nos hace sentirnos master-and-commander, capaces de ascender el Everest (bueno, casi). Si puedes, en el momento de la duda, ponla. Déjate llevar por su fuerza y grítate: “¡Hazlo ahora!”


sábado, 3 de noviembre de 2012

Dime con quién andas y te diré si te estresas

En una serie de elegantes experimentos acerca del estrés realizados por Jay Weiss, filólogo de la Universidad Rockefeller, una rata recibe descargas eléctricas leves, tras una serie de ellas, la rata desarrolla una respuesta de estrés prolongada, en la habitación contigua, otra rata recibe la misma serie de descargas, siguiendo la misma pauta y con la misma intensidad, por lo que su equilibrio alostático se pone en peligro en la misma medida. Pero esta vez, siempre que la rata recibe una descarga puede subir corriendo a una barra de madera y roerla. Este animal tiene muchas menos probabilidades de desarrollar una úlcera, porque se le ha proporcionado una salida a la frustración. Hay más tipos de salidas que son efectivas: si la rata come algo, bebe agua o corre en una rueda giratoria, es menos probable que desarrolle una úlcera

Una variante del experimento de Weiss revela una característica especial de la reacción de salida a la frustración. Esta vez, cuando la rata recibe una serie idéntica de descargas y se halla alterada, puede cruzar corriendo la jaula, sentarse junto a otra rata y…, liarse a mordiscos con ella. Se trata de un desplazamiento de la agresión inducido por estrés, que hace maravillas a la hora de minimizar los efectos estresantes de un agente. Es también una especialidad de los primates. Sapolsky lo cuenta muy bien: un babuino macho pierde una pelea. Lleno de frustración, se da la vuelta y ataca a un macho subordinado que está a lo suyo. Éste, a su vez, se lanza sobre una hembra adulta, que muerde a una hembra joven, que tira de un árbol a una cría. Un porcentaje elevadísimo de la agresión en los primates es una manifestación de frustración desplazada hacia espectadores inocentes. A los humanos se nos da muy bien, y tenemos una forma técnica para describir este fenómeno en el contexto de la enfermedad asociada al estrés: “Es de esos tipos que no tiene úlcera: la provoca”. Pagarlo con otra persona es muy eficaz a la hora de minimizar el impacto de un agente estresante.

Pero, por suerte, hay otro modo de interactuar con otro organismo para minimizar el impacto de un agente estresante mucho más positivo para el futuro de nuestro planeta que el desplazamiento de la agresión. Las ratas apenas lo emplean, pero los primates somos unos expertos. Si se somete a una cría de primate a una situación desagradable, emite una respuesta de estrés. Si la sometemos al mismo agente estresante en una habitación llena de primates, depende. Si los primates son extraños, la respuesta de estrés empeora. Pero si son amigos, disminuye. Estamos hablando de redes de apoyo social: ayuda disponer de un hombro sobre el que llorar, una mano a la que agarrarse, unos oídos que te escuchen, alguien que te acune y te diga que todo va a salir bien.

Las investigaciones han demostrado que las personas con conyuge y/o amigos íntimos tienen mayor esperanza de vida. Cuando muere el cónyuge, el riesgo de morir se dispara. Las personas que están socialmente aisladas tienen unos sistemas nerviosos simpáticos excesivamente activos, y mayor probabilidad de desarrollar una enfermedad cardíaca. Dicho esto, no puedo evitar dudar acerca de la causa y el efecto. ¿La soledad incrementa el estrés o es la tendencia a estresarse lo que aumenta la soledad?


sábado, 20 de octubre de 2012

El arte de dar

Parece que la evidencia científica, de nuevo, confirma el sentido común de los optimistas. Hay estudios que muestran cómo el hecho de dar, de ser altruistas, mejora no sólo nuestra salud mental también los lazos comunitarios y la salud en general. Hans Selye  lo decía: podemos rebajar nuestros niveles de estrés ayudando a los demás. Y su idea, que partía de investigación en ratones la confirmaba en 1983 Scherwiz, que encontraba cómo la incidencia de ataques cardíacos y otras dolencias relativas al estrés estaba correlacionada con el nivel de preocupaciones. Dar podía ser de nuevo un revulsivo para corazones más sanos. De hecho, el mero hecho de pensar en dar tiene un impacto positivo en la reducción del estrés.

David McClelland, en 1988 comprobaba cómo los estudiantes que veían una película sobre la madre Teresa de Calcuta experimentaban una elevación de sus sistemas inmunitarios. En 2007, desde la Universidad de Michigan, Stephanie Brown estudiaba 423 parejas de gente mayor y encontraba que los que se ofrecían soporte mutuo tendían a ser más longevos, mostraban mayores tasas de supervivencia a los cinco años.

Así, parece, que estás neurológicamente programado y bioquímicamente premiado para dar. En este sentido lo indican las investigaciones de Tomasello, codirector del Instituto de Antropología Evolutiva de Leipzig. En ¿Por qué cooperamos? lo explica de manera rotunda: empatía, cooperación, pueden no ser ni aprendidas ni surgidas para obtener determinadas recompensas.  Cuando un niño de solo 14 meses ve a un adulto (incluso si lo acaban de conocer) que necesita que se le abra una puerta porque tiene las manos ocupadas, intentará ayudarle.  Al año, un niño apuntará con el dedo objetos que el adulto simula haber perdido. Si dejamos, por último, caer un objeto ante un niño de dos años, lo recogerá para nosotros y nos lo ofrecerá.

La novedad en las investigaciones de Tomasello está en que la cooperación no depende de las recompensas ni del aprendizaje, ligados a peculiaridades culturales, sino que parece ocurrir a través de distintas culturas, es algo genético. Así, cuando los niños crecen se vuelven más selectivos en cuanto a generosidad: a los tres años se compartirá más generosamente con niños que hayan sido antes agradables con ellos. Ocurre entonces que se aprenden las normas sociales y estas empiezan a matizar la generosidad innata, nos empieza a importar la reciprocidad y lo que los demás opinen de nuestros actos. Ya lo decía Maquiavelo: El príncipe… debe aprender a no ser bueno.

Me temo que te han quedado pocas excusas para no compartir y, también me temo, que la generosidad puede ser uno de los actos más egoístas que existen.



P.D.: Recuerda la primera de las 10 perfecciones que enseñaba Buda: si conociésemos el poder de la generosidad, no dejaríamos pasar ni una simple comida sin compartirla, sin entregarla sin pedir nada a cambio.

sábado, 6 de octubre de 2012

Be water my friend

Alguien me enseñó alguna vez una máxima empresarial: “Cuando dos socios piensan igual uno de los dos sobra”. Me venía esta idea a la cabeza porque andaba reflexionando acerca de esa manía tan humana de preferir a las personas que piensan como nosotros, porque nos produce un gran escozor mental el que nuestros esquemas mentales se enfrenten a personas o a información disonante con nuestras creencias o pensamientos. Sin embargo, no somos conscientes de los riesgos en los que incurrimos cuando evitamos a los que piensan diferente o desechamos la información que contradice lo que pensamos. Estamos muy cerca entonces del dogmatismo que se manifiesta en egocentrismo, soberbia, arrogancia e intolerancia.

Para una mente flexible, como decía Walter Riso en El arte de ser flexible, hay seis zonas de las que alejarse: la del dogmatismo (creencias inamovibles), la de la solemnidad/amargura (tomarse demasiado en serio a uno mismo), la de la normatividad (aceptación ciega de las normas), la del prejuicio y el fanatismo, la de la visión simplista del mundo y la del autoritarismo y abuso del poder.

Me gusta la manera de explicarlo de Gerald Edelman, premio Nobel de Medicina, precisamente por sus estudios sobre el sistema inmunitario, y que actualmente trabaja en el campo de la neurociencia. Mantiene Edelman que el encuentro es lo que hace que dos gases distintos, como son el oxígeno y el hidrógeno, sean capaces de crear algo tan nuevo y sorprendente como es el agua, la fuente de la vida. El oxigeno es la base de la respiración y el hidrógeno es el gas principal de la atmósfera, que existía previamente a que hubiera vida en nuestro planeta. Sin este hidrógeno no hubieran aparecido las primeras bacterias que poblaron la tierra y que generaron el oxígeno que ahora respiramos. Igual nos pasa a las personas, unas alcanzan unos logros y otras consiguen cosas diferentes. Si sólo nos gusta la gente que piensa y actúa de igual modo que nosotros, seremos como oxígenos que sólo quieren hablar con oxígenos o hidrógenos que sólo quieren hablar con hidrógenos. Al no haber encuentro entre ambos, no podrán manifestarse esas propiedades emergentes, que sí se manifiestan cuando dos gases distintos <<olvidan sus diferencias>> y se encuentran para formar una molécula como el agua, que se convierte en la verdadera fuente de la vida. Es curioso que ninguna propiedad física ni química del agua puede deducirse de los gases de partida. Se cumple el principio gestáltico de que el todo es superior a la suma de las partes.

Así, en la amistad el yo no se desvanece en el otro; todo lo contrario, florece. A diferencia del amor, la amistad no asegura que uno más uno es uno, sino que uno más uno son dos. Cada uno de los dos es enriquecido por el otro. Además,  la divergencia puede ser divertida…

sábado, 22 de septiembre de 2012

Si tú me dices ven lo dejo todo...pero dime ven

El título del libro de Albert Espinosa podría resultar divertido sino fuese porque esconde un gran drama: nuestra incapacidad para expresar los sentimientos.

Hemos aprendido a acallarlos, sobre todo los hombres. Es curioso cómo de pequeños nos enseñan que los chicos no lloran y, claro, de mayores cuando están tristes los hombres muestran enfado. Por el contario, a las niñas nos enseñan que no debemos mostrarnos agresivas y, cuando crecemos y estamos enfadadas, solemos romper a llorar. Hemos sido condicionados a creer que exteriorizar nuestro sentir es signo de vulnerabilidad y, sin embargo, y paradójicamente, cuando alguien lo hace ante nosotros, vemos un rasgo de valentía, porque los valientes no se esconden tras una artificiosa armadura de invulnerabilidad. No tienen vergüenza de manifestar que también ellos son humanos y que se puede ser extraordinario sin necesidad de ser infalible.

Las emociones que más vergüenza nos da expresar son el miedo y la tristeza, y, cuando no se expresan se convierten en resentimiento, que es el origen de gran parte de nuestra ira. Cuántas veces has sentido que un amigo a quien quieres se muestra irascible contigo, enfadado sin causa aparente. Ante eso tienes dos opciones: enfadarte también con él y romper vuestra amistad o arañar un poco más hasta que descubras qué hay detrás de esa emoción. Puede que esté decepcionado contigo por algo que has hecho y no se permite mostrar tristeza o simplemente teme le dejes de querer. Entonces debes ponerte las <<orejas>> especiales para escuchar la tristeza y el miedo y no dejarte distraer por la expresión de la ira. Cuando uno está dolido y necesita expresar su sentir, antes de exponer su tristeza y su miedo manda una especie de globo sonda para ver si aquel territorio es seguro. Si ante la manifestación de la ira reaccionamos enfadándonos también nosotros, entonces nuestra escucha no invitará a que salgan las verdaderas emociones ocultas, la tristeza y el miedo. Tras la expresión de la tristeza y el miedo viene la aceptación, y tras ella surge la alegría. Es en ese momento cuando el puente entre ambos mundos ha sido construido. A partir de entonces la relación cogerá una nueva dinámica y abrirá posibilidades insólitas y conectará en un tiempo breve lo que pudo haber permanecido durante años separado.

En esas conversaciones difíciles, no pongas el peso en argumentar sino en preguntar. Cuando uno pregunta y escucha, la otra persona se siente valorada, se siente respetada y puede empezar a confiar. Sólo hay dos condiciones imprescindibles en una amistad: el respeto y la confianza. Cuando confiamos en alguien, sabemos que podemos hablarle de cualquier cosa, porque nos valora y nos quiere por quienes somos y no por quienes aparentamos ser. Cuando uno se siente querido de esa manera, surge lo mejor que tenemos en nuestro interior.




P.D.: El otro día una buena amiga ponía en Twitter una frase sufí: “el miedo llamó a la puerta, abrió la confianza y cuando abrió ya no había nadie”

sábado, 8 de septiembre de 2012

Estrés o no estrés

Una diferencia fundamental entre los animales y los seres humanos es que nosotros somos capaces de padecer estrés. Los seres humanos vivimos lo bastante bien, el suficiente tiempo y somos lo bastante listos como para generar todo tipo de hechos estresantes en nuestras cabezas. ¿Cuántos hipopótamos se preocupan por si la seguridad social va a durar tanto como ellos o por lo que dirán en una primera cita? Desde el punto de vista de la evolución del reino animal, el estrés psicológico es un invento reciente, en su mayor parte limitado a los humanos y otros primates sociales. Los seres humanos somos capaces de experimentar emociones muy intensas relacionadas con simples pensamientos.

Las cebras y los leones prevén el peligro y ponen en marcha una respuesta de estrés anticipada que les hace esconderse o salir corriendo y les salva la vida, pero no son capaces de padecer estrés de forma anticipada por acontecimientos muy lejanos en el tiempo. En este caso nuestra capacidad de imaginar nos juega una mala pasada, el truco está, como siempre, en cómo seamos capaces de representarnos la realidad. No olvides que tu cerebro no sabe distinguir entre lo real y lo imaginado, la respuesta corporal es muy similar.

Las estrategias mentales son buenas si somos capaces de reconocer las causas de problema al que aplicarlas. Intentaré adivinar cuáles son los principales orígenes de tu estrés: el primero suele ser tu incapacidad para decir <<no>> sin sentirte culpable. El segundo es que con frecuencia no tienes claras tus prioridades y dejas que sean otras personas las que decidan por ti. El tercero reside en tu falta de coraje para dar la cara por tus valores. El cuarto es que te cuesta muchísimo hablar con honestidad de tus sentimientos.

Los estoicos tenían un principio rector que consistía en no sobrevalorar nada que se pueda perder, de lo contrario estarías en poder de otros. La indiferencia ante las circunstancias puede ser buena, sobre todo cuando las circunstancias son adversas. Esta clase de indiferencia no es insensibilidad ni falta de compasión, sino la capacidad para no tomarse demasiado a pecho lo que suceda, aunque tenga que ver contigo; consiste en no perder la calma y rendir al máximo en situaciones estresantes.

Como el estrés depende de nuestra manera de representar la realidad, de nosotros depende complicarla o simplificarla.

<<Un profesor de filosofía entra en clase para hacer el examen final a sus alumnos. Poniendo la silla encima de la mesa dice a la clase: “usando cualquier cosa aplicable que hayan aprendido durante este curso, demuéstrenme que esta silla no existe” Todos los alumnos se ponen a la tarea, utilizando sus lápices y gomas de borrar, aventurándose en argumentos para probar que la silla no existe. Pero un alumno, después de escribir rápidamente su respuesta entrega su examen ante el asombro de sus compañeros. Cuando pasan unos días y entregan las notas finales, ante la estupefacción de todos, el alumno que entregó su examen en 30 segundos obtiene la mejor calificación. Su respuesta fue: “¿Qué silla?”>>

P.D.: El otro día leía en Twitter que hay personas que complican lo sencillo y otras que hacen sencillo lo complicado, tú eliges.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Help!!

When I was younger so much younger than today, I never needed anybody´s helps in any way…

Los Beatles daban en el clavo con esta letra. Es curioso cómo siendo el ser humano un ser tan dependiente nos cuesta tanto pedir ayuda. Consideramos que pedir que nos ayuden es un síntoma de debilidad.

Imagina que vas en una de esas barcas que bajan por los rápidos de los ríos y en el choque con una de las piedras o tal vez por el movimiento salvaje de uno de los remolinos te cayeras al agua, estoy segura de que te pondrías a pegar gritos para pedir ayuda por si acaso los otros tripulantes de la barca, tan ensimismados en sus propios asuntos, no se percataran de que te habías caído.

Es complicado entender por qué a las personas nos cuesta tanto pedir ayuda cuando hay prácticamente siempre alguien a nuestro alrededor que nos la podría brindar. Tal vez no sería capaz de ayudarnos a resolver el problema, pero lo que sí haría es escucharnos y eso en sí ya puede ser una gran ayuda. Posiblemente nos han educado condicionándonos para avergonzarnos si manifestamos nuestros sentimientos de soledad, nuestra confusión, nuestra pena o nuestro miedo, y pedir ayuda lo asociamos a una muestra de debilidad y nos avergüenza. La vergüenza es una emoción devastadora y de consecuencias mucho más negativas que la culpa. La culpa es un sentimiento por lo que hacemos, mientras que la vergüenza la experimentamos por lo que somos. La vergüenza es más honda, tiene más calado.

Richard Wiseman cuenta en su libro 59 segundos cómo, frente a lo que solemos creer, pedir favores frente a hacerlos aumenta la probabilidad de gustar a la gente. “Aquel que una vez te haya hecho un favor estará más predispuesto a hacerte otro que aquel que te deba un favor” En otras palabras, para aumentar las posibilidades de gustarle a alguien, consigue que te haga un favor.

El comportamiento de las personas suele derivarse de sus pensamientos y sentimientos. Se sienten felices, así que sonríen; encuentran a alguien atractivo, así que se quedan mirándolo a los ojos con anhelo. Sin embargo, también puede suceder a la inversa. Si consigues que alguien sonría, se sentirá más feliz; si le pides que mire a alguien a los ojos, descubrirá que esa persona le parece más atractiva. El mismo principio se aplica a los favores: si quieres gustar a los demás, pide su ayuda. Pero cuidado, una petición no es una exigencia. La diferencia entre ambas es lo que ocurre cuando la otra persona dice no.




P.D.: Los verdaderos vínculos, la auténtica confianza y la complicidad sana y bella no se fraguan en medio de nuestros éxitos y de nuestros aciertos, sino cuando en nuestras caídas alguien nos da la mano para que nos levantemos.

domingo, 22 de julio de 2012

Con sólo una palabra

No sólo dices cosas, sino que también haces cosas al decirlas. Por ejemplo, mandas, prometes, engatusas, timas, enamoras. Pero tu relación con el lenguaje se establece sobre su sustento bidireccional. Así, la palabra, signo inventado para influir en otro, puede volverse como un boomerang y acabar influyendo en ti mismo.

Lo que creemos condiciona lo que creamos de manera que la manera de hablarnos a nosotros mismos, nuestro uso del lenguaje, condiciona nuestros pensamientos que a su vez determinan lo que hacemos y la manera de comportarnos.

Cuando te sientas imposibilitado para resolver algo porque te ves a ti mismo en el interior de un túnel, empieza por acostumbrarte a reflexionar, a pensar que no es que no exista la salida a ese túnel, sino que mientras no cambies de estado mental, sencillamente, no lo verás. Puede que parezca a primera vista que esta distinción no es relevante y, sin embargo, sí lo es y mucho, porque es la misma distinción que existe entre ser torpe o realizar torpezas, entre ser un fracasado y cometer errores.

Es muy diferente el impacto que tiene en nosotros una conversación cuando usamos el verbo ser o el verbo tener. De ahí que sea tan importante que cambiemos la interpretación de la frase “soy limitado” por la de “en este preciso momento estoy experimentando unas limitaciones”. El lenguaje no sólo describe la realidad, sino que además es capaz de crearla. Nuestra forma de hablarnos a nosotros mismos afecta tremendamente a nuestra manera de relacionarnos con el mundo. Resultan muy sorprendentes los estudios del profesor japonés Masaru Emoto y sus fotografías, que muestran cómo la manera de hablar a simples recipientes con agua afecta a la forma que adquieren los cristales cuando ésta se congela. No olvidemos que un porcentaje enorme de nuestro cuerpo es agua. Resulta inquietante pensar en la manera en la que nosotros con nuestra forma tan dura de hablarnos a nosotros mismos podemos afectar a nuestro cuerpo.

Hoy en día el mundo de la energía es cada vez más reconocido, valorado y respetado. Disciplinas como el yoga, el tai chi, el qi gong o el Reiki son incluidas en el tratamiento de enfermos en algunos de los hospitales más prestigiosos del mundo. No olvides que cuando hablas, también hay una emisión de energía y hay formas de energía que sanan y otras que enferman.





P.D.: El otro día leía una frase en un libro del prestigioso médico y conferenciante Mario Alonso Puig que me dio mucho que pensar: si hablásemos a los demás como nos hablamos a nosotros mismos probablemente no tendríamos ningún amigo.


sábado, 23 de junio de 2012

Mentiras arriesgadas

Las pequeñas mentiras que tan habitualmente usamos en las relaciones sociales se conocen como “lubricantes del engranaje social”. Normalmente, se acepta que la interacción civilizada exige cierta dosis de engaño –remitir dobles mensajes, ocultar nuestros verdaderos sentimientos, olvidar cuestiones cruciales, etc.-, y, además de a las mentiras flagrantes solemos recurrir a las medias verdades. Pero, del mismo modo que la fluidez de las relaciones sociales nos exige silenciar determinadas incorrecciones, el tacto nos obliga a no denunciar las muestras de insinceridad que percibimos.

Las mentiras sociales cumplen determinadas funciones. Echamos mano de las “mentiras inocentes” para librarnos, por ejemplo, de una invitación no deseada, tratando de no dañar los sentimientos de la otra persona. Otras mentiras tienen el objetivo de mantener nuestra imagen social, son las “mentiras de autopresentación”, que no es más que eso que haces cuando intentas mostrarte un poco más bondadoso, sensible, inteligente y altruista de lo que en realidad eres.

Las mentiras sociales sólo pueden cumplir adecuadamente con su función de lubricante social cuando son recibidas con una discreta desatención. La relación directa con los demás nos ofrece la oportunidad de detectar esta clase de mentiras, observando, por ejemplo, las contradicciones entre lo que alguien nos dice y los diferentes aspectos de su conducta pero si la vida social funciona es porque ignoramos las pequeñas mentiras sociales y, en este sentido, según el psicólogo de Harvard Robert Rosenthal, las mujeres demuestran una mayor destreza que los hombres.

Pero ¿cómo aprendemos a ignorar las mentiras sociales? O es que nacemos con esa habilidad. Los niños pueden ser sumamente ingenuos, abiertos y atrevidos. Destacan no sólo por su capacidad para mentir, sino también por su capacidad para decir la verdad. Sin embargo, sólo si se trata de un niño pequeño su franqueza será disculpada, ya que a medida que crece y se le empiece a considerar responsable, esa misma franqueza puede llegar a ser sumamente embarazosa. En este punto se les enseña a mentir socialmente. Parece como si a lo largo de su desarrollo los niños aprendieran a través de la socialización a leer educadamente lo que los demás quieren mostrar y no lo que realmente sienten, o dicho de otro modo, los esquemas sociales van restringiendo cada vez más nuestra atención.


P.D. Rebelarse ante esto no sólo no es fácil además resulta poco útil. Lo primero que consiguen las personas que comienzan a dudar de las apariencias externas es una mayor sensación de inseguridad, luego pueden llegar también a sentirse culpables por su suspicacia y su falta de confianza, y tal vez terminen descubriendo algo sobre los sentimientos de la otra persona hacia ellos que quizá hubiera sido mejor seguir ignorando.

sábado, 16 de junio de 2012

Nadar contracorriente

Siempre me ha llamado mucho la atención cómo nuestra manera de comportarnos varía en función de si estamos solos o en compañía.

A veces esa  influencia funciona de una manera inconsciente como puso de manifiesto una psicóloga llamada Martha McClintock que estudió científicamente la sincronización menstrual o regulación social de la ovulación. Esta sincronización de los periodos menstruales se observa principalmente en lugares donde las mujeres conviven durante largos periodos de tiempo, ya sea entre hermanas, madre e hija en el hogar familiar o en conventos, burdeles, residencias de estudiantes e incluso en algunos puestos de trabajo. También se había observado en algunos animales de experimentación como ratones y conejillos de indias. Con la diferencia de que la sincronización menstrual que se producía en estos animalillos se hacía en base al ciclo de la hembra alfa o dominante. McClintock se dio cuenta por primera vez de este hecho al observar a siete socorristas (obviamente, todas ellas mujeres) que comenzaron el verano con periodos totalmente diferentes y que, al cabo de tres meses, menstruaban prácticamente en los mismos días.
Este efecto de influencia también funciona en situaciones más evidentes. Latané y Darley hicieron que un estudiante fingiese un ataque epiléptico en las calles de Nueva York y esperaron para comprobar si los viandantes se paraban a ayudarlo. Como les interesaba el efecto del número de testigos en la probabilidad de que alguien ayudase, los investigadores representaron el falso ataque varias veces delante de diferentes números de personas. Los resultados eran tan claros como ilógicos: conforme aumentaba el número de testigos, disminuía la probabilidad de recibir ayuda. El efecto no era trivial, ya que el estudiante recibió ayuda el 85% de las veces cuando sólo había otra persona presente, frente al 30 % cuando había cinco personas más.

¿Por qué disminuye el impulso de ayudar a los demás cuanta más gente haya presente? Cuando nos enfrentamos a un suceso relativamente insólito, como ver a un hombre caerse en la calle, tenemos que dilucidar qué está pasando. A menudo hay varias opciones: quizá se trate de una emergencia real y el hombre tenga un ataque epiléptico: quizá lo finja como parte de un experimento sociopsicológico, o quizá sea un programa de cámara oculta con un mimo que acaba de empezar su representación callejera. A pesar de las muchas posibilidades, debemos tomar una decisión rápida. La manera que tenemos de hacerlo es mediante la observación del comportamiento de los que nos rodean. ¿Corren a ayudar o siguen con sus cosas? ¿Están llamando a una ambulancia o continúan charlando con sus amigos? Por desgracia, como la mayoría somos reacios a destacar en una multitud, todos miran a los demás en busca de pistas, y el grupo puede acabar decidiéndose por la opción “aquí no hay nada que ver, sigue andando”.



P.D. Ahí va un consejo: cuando envíes un mail pidiendo a un grupo de personas que hagan algo puede ocurrir que si ven que has enviado el mismo correo a mucha gente surja el efecto de difusión y que todos piensen que responder es cosa de los demás. Si quieres incrementar las posibilidades de recibir ayuda, envía el mensaje de forma individual a cada persona.

sábado, 2 de junio de 2012

Desesperanza

No hace falta ser psicólogo para darse cuenta que uno de los rasgos más característicos del ser humano es la facilidad para rendirse, para desesperanzarse cuando las cosas no salen, de perder la confianza en sí mismo y pensar que las malas situaciones se repetirán una y otra vez.

Richard G.M. Morris, profesor de Neurociencia de la Universidad de Edimburgo, interesado en la memoria de los roedores, llevó a cabo en su laboratorio un experimento que constaba de dos pruebas consecutivas. Previamente había escogido al azar dos docenas de conejillos de Indias o cobayas. En la primera prueba introdujo la mitad en un estanque de agua enturbiada con un poco de leche, para que no vieran unos cuantos montículos que había colocado en el fondo. Éstos eran los cobayas “con suerte”, porque mientras braceaban para flotar se podían apoyar y descansar temporalmente en los promontorios ocultos antes de proseguir su marcha en busca de una salida. A la otra docena de cobayas los metió en un estanque de aspecto similar pero sin montículos. Estos conejillos “desafortunados” no tenían más remedio que nadar sin descanso para no ahogarse. Después de un buen rato, Morris sacó a todos los exhaustos animalitos del agua para que se recuperaran.

A continuación el investigador echó a los veinticuatro cobayas a un estanque de agua, también enturbiada con leche, sin isletas donde descansar. Mientras los cobayas del grupo “con suerte” nadaban a un ritmo tranquilo, el grupo de cobayas “desafortunados” chapoteaba desesperadamente sin rumbo. Justo en el momento en que las puntiagudas narices de los agotados conejillos de Indias desaparecían bajo el agua, Morris los rescató de uno en uno y, después de apuntar el tiempo que habían nadado, los devolvió a sus jaulas extenuados y probablemente sorprendidos de estar vivos.

Cuando Morris calculó los minutos que los cobayas se habían mantenido a flote, descubrió que los del grupo “con suerte” habían nadado más del doble de tiempo que los “desafortunados”. Su conclusión fue que los conejillos “con suerte” nadaron más tranquilos y durante más tiempo porque recordaban las invisibles isletas salvadoras de la primera prueba, lo que les motivaba a buscarlas con la “esperanza” de encontrarlas. Por el contrario, los cobayas que durante la primera prueba no habían encontrado apoyo alguno, tenían menos motivación para nadar y hasta para sobrevivir.

Mientras tanto, en un laboratorio de la Universidad de Pensilvania, el profesor Martin Seligman estudiaba con un método parecido el comportamiento de perros que habían sido expuestos a diversas situaciones estresantes. En el experimento más conocido, Seligman formó dos grupos de canes elegidos al azar. Acto seguido, metió a un grupo en una jaula de metal en las que los animales recibían molestas descargas eléctricas cada poco segundos. Estos pobres perros, hiciesen lo que hiciesen, no podían escapar. Al otro grupo lo introdujo en una caja metálica igualmente electrificada pero de la que los canes escapaban empujando con el morro un panel que tenían enfrente. En un segundo experimento, puso a todos los perros juntos en una jaula electrificada de la que podían salir saltando una pequeña pared. Mientras que el grupo de canes que en la primera prueba había logrado controlar los calambres se liberaba en pocos segundos, los perros que en la primera prueba fueron incapaces de escapar de los molestos choques eléctricos permanecieron inertes y no hacían esfuerzo alguno por huir de la tortura.
Seligman calificó de indefensión la reacción de estos perros pasivos sufridores, y pensó que los animales habían aprendido en el primer experimento a sentirse indefensos y, como consecuencia, en situaciones posteriores de adversidad no consideraban la posibilidad de controlar su suerte. En cierta manera, se habían convertido en perros desesperanzados, recordaban lo ocurrido en la primera prueba y daban por hecho que sus respuestas no servirían para nada, por lo que ¿para qué intentarlo? Seligman también observó que estos canes “pesimistas” con el tiempo sufrían más enfermedades físicas y morían antes que los perros que no habían experimentado la situación de indefensión.




P.D.: Hace unos días repliqué este experimento con mis alumnos en un taller de inteligencia emocional. Funcionó justo en este sentido: los alumnos con la tarea imposible confesaron sentirse estúpidos y tuvieron un peor rendimiento que sus compañeros afortunados incluso en la última prueba que sí era posible. Déjame ser frívola pero me temo que es más fácil quitarle a una persona su confianza que la cartera.

sábado, 19 de mayo de 2012

Hazlo lento

Hacer dos cosas a la vez parece muy inteligente, eficiente y moderno; no obstante, lo que suele significar es hacer dos cosas no tan bien como deberían hacerse. Como escribió Milan Kundera en su novela corta La lentitud (1996): “Cuando las cosas suceden con tal rapidez, nadie puede estar seguro de nada, de nada en absoluto, ni siquiera de sí mismo”.

La velocidad libera dos sustancias, la adrenalina y la noradrenalina, que también recorren el cuerpo durante el acto sexual. Kundera da en el clavo cuando habla del “éxtasis de la velocidad”. De la misma manera que la vida requiere momentos de esfuerzo intenso y ritmo apresurado, también necesita una pausa de vez en cuando, un momento sabático para determinar el rumbo que estamos siguiendo, la rapidez con que queremos llegar a nuestro destino y, lo que es más importante, por qué queremos ir ahí. La lentitud puede ser hermosa.

Los expertos creen que el cerebro tiene dos formas de pensamiento. En su obra Cerebro de liebre, mente de tortuga: por qué aumenta nuestra inteligencia cuando pensamos menos, el psicólogo británico Guy Claxton llama a esas formas fast thinking o slow thinking, o pensamiento rápido y pensamiento lento. El primero es racional, analítico, lineal y lógico. Es lo que hacemos bajo presión, cuando el reloj hace tictac; es la manera de pensar de los ordenadores, la manera en que funciona el lugar de trabajo moderno, y aporta soluciones claras a problemas bien definidos. En cambio, el pensamiento lento es intuitivo, borroso y creativo. Es lo que hacemos cuando desaparece la presión y tenemos tiempo para dejar que las ideas ardan a fuego lento y a su ritmo en el fondo de la mente. Aporta unas percepciones abundantes y sutiles. Las exploraciones demuestran que cada una de estas formas de pensamiento produce ondas distintas en el cerebro: ondas alfa zeta más lentas durante el pensamiento lento, beta más rápidas durante el pensamiento rápido.

La relajación suele ser precursora del pensamiento lento. Las investigaciones han revelado que el ser humano piensa más creativamente cuando está sereno, libre de estrés y de apremios, y que si uno está sometido a la presión del tiempo lo ve todo como a lo largo de un túnel. A menudo trabajar menos significa trabajar mejor. Hemos perdido la cualidad de esperar, la gratificación inmediata es muy peligrosa. Hay que reaprender el arte de gozar del momento si queremos ser más felices.

Einstein apreciaba la necesidad de conjugar ambas modalidades de pensamiento: “Los cerebros electrónicos son increíblemente rápidos, exactos y estúpidos. Los seres humanos son increíblemente lentos, inexactos y brillantes. Juntos, son poderosos más allá de lo imaginable”. Por ello, las personas más inteligentes y creativas saben cuándo es el momento de dejar que la mente divague y cuándo han de dedicarse con ahínco al duro trabajo. En otras palabras, saben en qué momento deben pensar con rapidez y en qué momento deben hacerlo lentamente.

Así pues, ¿cómo puedes acceder al pensamiento lento, sobre todo en un mundo que premia la velocidad y la acción? El primer paso consiste en relajarte, poner a un lado la impaciencia y aprender a aceptar la incertidumbre y la inacción. Hay que esperar a que las ideas se incuben por debajo del radar, en vez de esforzarse para que salgan a la superficie, dejar la mente silenciosa y tranquila. Como expresa un maestro zen, en vez de decir: “No te quedes ahí sentado, haz algo”, deberíamos decir lo contrario: “No hagas nada, siéntate ahí”.

Todos podemos aprender a hacerlo. Procura no pensar en el tiempo no como un recurso finito que siempre se escapa, o como un matón al que uno teme o derrota, sino como el benigno elemento en el que vivimos. Quizá el error está en nuestra percepción del tiempo como algo lineal y finito, algo que pasa y no se recupera. Para las tradiciones filosóficas chinas, budistas e hinduistas el tiempo nos rodea renovándose como el aire que respiramos.

Cuando se trata de ir más despacio, lo mejor es comenzar poco a poco. Prepara una comida desde el comienzo. Da un paseo con un amigo en vez de ir corriendo a las galerías comerciales para comprar cosas que en realidad no necesitas. Lee el periódico sin encender el televisor. Y cuando hagas el amor, añade el masaje. O, sencillamente, concédete unos minutos para sentarse y permanecer inmóvil en un lugar tranquilo.

Cada vez que me sorprendo a mí misma apresurándome sin motivo, inspiro hondo y pienso: “No hay necesidad de correr. Tómatelo con calma. Ve más despacio”. Mi mantra es: “Keep calm and carry on”



P.D.: No escuches siquiera, limítate a esperar. No esperes siquiera, permanece inmóvil y solitario. El mundo se te ofrecerá libremente para que lo desenmascares. No tiene elección. Girará arrobado a tus pies. Franz Kafka


sábado, 5 de mayo de 2012

Tengo miedo

El miedo, como las demás emociones, no es una emoción positiva ni negativa es simplemente adaptativa. Hasta que se convierte en ansiedad o fobia nos sirve para ser cautos y protegernos de lo que nos puede dañar. Es cierto que, a veces ese miedo ni siquiera tiene objeto y se convierte en angustia, en ansiedad. Angustia es un miedo sin objeto. ¿Qué teme el angustiado? Nada en particular. Esta característica permitió a Heidegger hacer un ingenioso juego de palabras metafísico y decir que la angustia nos revela la Nada. En todo caso, lo que nos revela es nuestra vulnerabilidad. Una de las características de los pensamientos  angustiosos es que no llevan a ninguna parte. Se mueven en círculo. Recuerdo un angustioso apólogo de Kafka, titulado la guarida: una pequeña alimaña del bosque excava su refugio y desde el interior camufla la entrada para que sus depredadores no la descubran. Pero, una vez dentro, le entra la preocupación de si la entrada estará bien disimulada. Para cerciorarse, necesita verla desde fuera. Sale, pero para salir ha tenido que destruir el camuflaje. Vuelve a construirlo desde dentro, vuelve a salir, vuelve a entrar. Su afán de seguridad le hace estar permanentemente insegura porque la angustia es una permanente ansiedad ante una amenaza imprecisa.
Los psicólogos nos empeñamos en conocer los secretos de la mente pero quienes mejor conocen los recovecos del alma son los poetas. Pocos han descrito el miedo como Rilke:
“Todos los miedos perdidos están otra vez aquí. El miedo de que un hilito de lana que sale del borde de la colcha sea duro, duro y agudo como una aguja de acero; el miedo de que ese botoncito de mi camisa de noche sea mayor que mi cabeza, grande y pesado; el miedo de que esta miguita de pan que ahora se cae de mi cama sea de cristal y se rompa abajo, y el miedo opresor de que con eso se rompa todo, todo para siempre; el miedo de que la tira del borde de una carta desgarrada sea algo prohibido que nadie debería ver; algo indescriptiblemente precioso, para lo cual no hay lugar bastante seguro en el cuarto; el miedo de que si me duermo me trague el trozo de carbón que hay delante de la estufa; el miedo de que empiece a crecer cierto número en mi cabeza hasta que no tenga sitio en mí; el miedo de que me pueda traicionar y decir todo aquello de que tengo miedo, y el miedo de que no pueda decir nada, porque todo es inestable, y los otros miedos…. ”
Déjame que siga usando a Rilke. Cuando nos cuenta la historia del hijo pródigo  la interpreta como el temor a producir angustia en los demás al darles amor… “Difícilmente me convencerán de que la historia del hijo pródigo no es la leyenda del que no quería ser amado” El protagonista huye de la casa paterna, donde todos, hasta los perros, le querían, porque no soporta la idea de hacer daño a aquellos que, por quererle, esperan algo de él, algo que él no está dispuesto a dar. “Sólo mucho después comprenderá claramente cuánto se había propuesto no amar nunca para no poner a nadie en la difícil situación de ser amado” Para Rilke  el amor perfecto es el que no pide nada, ni espera nada.
Te contaba al inicio que sentir miedo no siempre es algo malo, puede ser enormemente creativo, el recogimiento que provocan la soledad y la angustia puede crear cosas muy bellas. Rilke pensaba que necesitaba el malestar íntimo para crear.  El 14 de enero de 1912 dice en una carta al doctor Emil von Gebsattel, médico psicoanalista: “Si no me equivoco, mi mujer está convencida de que es una especie de dejadez por parte mía lo que me impide hacerme analizar conforme al aspecto piadoso de mi naturaleza (como dice ella); pero esto es falso; es precisamente, por así decirlo, mi piedad lo que me impide aceptar esta intervención, ese querer  poner en orden mi interior, esa cosa que no forma parte de mi vida, esas correcciones en tinta roja en la página escrita hasta ahora. Ya lo sé, estoy mal, y usted, querido amigo, ha podido ya comprobarlo; pero créame, estoy tan lleno de esta maravilla incomprensible e inimaginable que es mi existencia, que, desde un principio, parecía imposible y, no obstante, continúa, de naufragio en naufragio, por caminos cuajados de las más duras piedras, que si pienso en la posibilidad de no volver a escribir, me trastorna la idea de no haber trazado sobre el papel la línea maravillosa de esa existencia tan extraña” y concluye con esta maravillosa frase “temo que al expulsar a mis demonios puedan abandonarme también mis ángeles”. 



P.D.: Muchos animales tienen miedo a los ojos, porque son el signo de una vida ajena, de la que no se sabe qué esperar. Por eso, algunas mariposas dibujan en sus alas formas parecidas a ojos, para espantar a los depredadores. En el caso del ser humano, detrás de los ojos hay una subjetividad que juzga y, a partir de esa evaluación, acepta o rechaza, quiere u odia, acoge o ataca y eso, a veces, da miedo.

sábado, 28 de abril de 2012

El punto ciego

No es la primera vez que te digo esto: todos vivimos la misma realidad pero en distintos mundos. Solemos pensar que nuestra percepción del mundo es mucho más completa de lo que es en realidad. Sentimos que registramos lo que pasa en nuestro entorno al igual que una cámara de vídeo, pero lo que sucede es muy distinto. El cerebro utiliza distintos recursos para hacerse una idea de lo que sucede en su entorno pero  ¿el mundo que vemos es el mundo que existe?.... No estamos seguros, pero de lo que sí estamos seguros es de que lo que percibimos nos sirve. Nuestro cerebro no está preparado para vivir sino para sobrevivir, por lo tanto la percepción no es más que una herramienta útil para nuestra adaptación. Lo vas a entender enseguida: ¿qué objetos percibes en primer lugar cuando tienes hambre? y, cuando estás enamorado de alguien, ¿qué rasgos están más presentes, los positivos o los negativos?, me dirás: es que mi novio/a no tiene defectos, claro, ya, tu ex tampoco los tenía y ahora no encuentras una sola virtud en el/ella.
Nuestra percepción viene condicionada por nuestras necesidades (los niños pobres perciben las monedas más grandes que los niños ricos), por nuestro estado emocional (nuestros novios no tienen normalmente ningún defecto), por el entorno (el mismo tono de gris parece más oscuro si el fondo es más claro).  La percepción no es una película, de la misma manera que la memoria no es un archivo fotográfico. Recordar es como percibir en el tiempo. Cuando, por ejemplo, volvemos a nuestra guardería después de muchos años el aula nos parece más pequeña de lo que recordábamos, por no hablar de la cantidad de detalles que nuestro cerebro decide obviar, probablemente elimina hechos negativos para ayudarnos a sobrevivir, para mantenernos cuerdos.
Lo curioso es que nuestra manera de percibir es única y suele venir condicionada por nuestra experiencia. A percibir aprendemos, sí, como lo oyes. Hace unos cincuenta años, un pigmeo llamado Kenge realizó su primer viaje desde la frondosa selva tropical africana a las llanuras en compañía de un antropólogo. Aparecieron unos búfalos en la distancia –manchitas negras sobre un fondo de cielo blanco inmaculado-, y el pigmeo los observó con curiosidad. Al final se volvió hacia el antropólogo y le preguntó qué clase de insectos eran. Cuando le dijo que los insectos eran búfalos, el pigmeo soltó una risotada. El antropólogo no era tonto ni había mentido. Mejor dicho, como Kenge había vivido siempre en una frondosa jungla sin vista al horizonte, no había aprendido algo que  todos damos por sentado: que las cosas tienen otro aspecto vistas desde lejos. Tú y yo no confundimos los insectos ungulados porque estamos acostumbrados a contemplar vastas extensiones de terreno y sabemos desde niños que los objetos se ven más pequeños en la retina cuando están lejos que no cuando están cerca. El cerebro sabe que las superficies de los objetos cercanos proporcionan detalles específicos de su textura que se difuminan y se mezclan cuando el objeto se aleja; el grado de detalle visible se utiliza para valorar la distancia entre el ojo y el objeto. Si la pequeña imagen de la retina es detallada – podemos ver los pelillos de la cabeza de un mosquito y la textura de sus alas, parecida al papel de celofán-, el cerebro supone que el objeto está a más de dos centímetros del ojo. Si la pequeña imagen de la retina no es detallada –sólo vemos el contorno borroso y la forma sin sombrea del búfalo-, el cerebro supone que el objeto está a un par de miles de metros de distancia.
Como te decía nuestro cerebro construye su propia realidad, no sólo interviene de manera activa en la percepción filtrando los estímulos que llegan del exterior sino que además, debido a su escasa capacidad atencional, elige a qué estímulos prestar atención y a cuáles no.  Según Freud y Broadbent filtramos la experiencia para ver tan sólo lo que necesitamos ver y para saber únicamente lo que precisamos saber.



P.D.: Quizá si pruebas a cambiar el esquema de percepción puedas encontrar soluciones más creativas a los que tú percibes como problemas.

sábado, 21 de abril de 2012

Conócete a ti mismo

Leía el otro día un verso de Antonio Machado: “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”. ¿Existimos por nosotros mismos o nuestra existencia tiene sentido porque nos perciben los demás? En este sentido Hegel mantenía que sólo podemos conocernos a través de los otros, los demás se convierten en una suerte de espejo que refleja lo que somos pues, parece que, cuando nos miramos a nosotros mismos no somos muy objetivos. Lo oportuno entonces es que estemos muy atentos al feedback de los demás y aceptemos los comentarios y las críticas como un regalo, manteniendo una especie de actitud para construir.

Imagina que has recibido en pocos días varias críticas por la misma cuestión, incluso algún amigo se ha visto ofendido por tu actitud. Una vez que has pasado por el proceso de “negación”, -no, yo no soy así-, de “ira”, -quién se han creído los demás para juzgarme-, si tienes un mínimo de inteligencia emocional es posible que entres en la fase de “autoanálisis”. Has decidido tomar cartas en el asunto para modificar tu comportamiento, has apostado por crecer, por cambiar, por construir, por avanzar. Todo el mundo no puede estar equivocado y, como sabes, los hechos objetivos no importan, lo importante son las percepciones, en este caso, las de los demás. Censurar e irritarse es mucho menos útil que tratar de comprender por qué los demás reaccionan así contigo.

Otra manera de conocernos es a través de nuestras proyecciones. Hace ya muchos años que el filósofo David Hume advirtió esta tendencia señalando lo que denominó la “asombrosa tendencia” del ser humano a atribuir a los demás “las mismas emociones que observamos en nosotros y encontrar en todas partes las ideas que más presentes se hallan en nosotros”, en nuestra mente. Cuántas veces atribuyes a los demás tus propios miedos, tus propias inquietudes, tus propias intenciones. En la búsqueda de confirmar tus creencias te rodeas de gente que piensa como tú, que tiene tu mismo carácter y aspiraciones cuando lo enriquecedor son aquellas personas que por ser distintas te ayudan a valorar otras perspectivas y, por contraste, eres más consciente de tu propio yo.

Lo importante es tener una mente abierta y no tener miedo a conocerte. En ese proceso de autoanálisis no te preocupes si ves algo que no te gusta, nadie es perfecto. Cuando uno mira a los ojos a sus propios monstruos, se da cuenta de que tampoco resultan tan feos. Y cuando uno indaga en el lado oscuro, puede ayudar a otros a romper sus cadenas y a desarrollar su potencial. Existe un dicho del Profeta Mahoma que dice: “La mayor ignorancia para el hombre es la ignorancia de sí mismo”. También lo dijo Sócrates hace más de 2.000 años en la Grecia Clásica: “Hombre, conócete a ti mismo”.



P.D.: “¿Conoces a alguien a quien desearías modificar, y regular, y mejorar? ¡Bien¡ Espléndido. Yo estoy a favor. Pero, ¿por qué no empiezas por ti mismo? Desde un punto de vista puramente egoísta, eso es mucho más provechoso que tratar de mejorar a los demás. Sí, y mucho menos peligroso.

sábado, 14 de abril de 2012

Felicidad para dummies

Si estás leyendo este post es porque te preocupa cómo ser más feliz. Me imagino que sueles leer otros artículos relacionados con la felicidad y algún que otro libro de autoayuda de esos que no sirven casi para nada. De manera que, probablemente, ya habrás llegado a una conclusión: la felicidad depende de uno mismo, de lo que haces y de cómo interpretas la realidad. Ahí va un poco de información que confirma tu teoría:

Cuando estás triste, lloras. Cuando eres feliz, sonríes. Cuando estás de acuerdo, asientes con la cabeza. Hasta ahí, todo normal, pero, según un campo de investigación conocido como psicología propioceptiva, el mismo proceso funciona a la inversa. Si consigo que te comportes de cierto modo, puedo provocar en ti ciertas emociones y ciertos pensamientos.

En un experimento (Laird, J.D., 2007) que se ha convertido en un clásico, se les pidió a dos grupos de personas que sumasen una lista de números. Durante la tarea, a un grupo se le dijo que frunciese el ceño (o, en palabras de los investigadores, que contrajeran el músculo superciliar), mientras que al otro se le pidió que esbozase una leve sonrisa (que extendiesen el músculo cigomático). Este sencillo movimiento facial tuvo un efecto sorprendente cuando pidieron a los participantes que puntuaran la dificultad de la tarea: lo que fruncían el ceño estaban convencidos de que se habían esforzado mucho más que los sonrientes.

En otro estudio diferente (Förster, J., 2004), los participantes tuvieron que concentrarse en una serie de productos que se movían por una gran pantalla de ordenador e indicar después si les parecían atractivos. Algunos de los artículos se movían verticalmente (lo que obligaba a los participantes a asentir con la cabeza mientras observaban), mientras que otros se movían horizontalmente (lo que suponía un movimiento de cabeza lateral). Los participantes preferían los productos que se movían verticalmente, sin ser conscientes de que sus movimientos de asentimiento y negación habían desempeñado un importante papel en sus decisiones.

La misma idea se aplica a la felicidad. Sonreímos cuando estamos contentos, pero también estamos más contentos porque sonreímos. El efecto funciona se sea o no consciente de la sonrisa. En los ochenta, Fritz Straack y sus colegas pidieron a dos grupos de personas que observaran las tiras cómicas de Gary Larson, Far Side, y dijesen si les parecían divertidas y lo felices que se sentían, pero poniéndolos en unas circunstancias bastante extrañas. A un grupo se le pidió que sostuviese un lápiz entre los dientes, asegurándose de que no les tocase los labios. Al otro, que sostuviesen el extremo del lápiz con los labios, no con los dientes. Sin darse cuenta, los del grupo de los dientes se veían obligados a sonreír, mientras que los de los labios tenían que fruncir el ceño. Los resultados revelaron que los participantes tendían a experimentar la emoción asociada con sus expresiones. Los que sonreían a causa del lápiz se sentían más felices y consideraban más divertidas las tiras cómicas que los que tenían que fruncir el ceño. Otros trabajos han demostrado que este aumento de la felicidad no desparece en cuanto se deja de sonreír. Sigue vivo y afecta a varios aspectos del comportamiento, incluida una interacción más positiva con los demás y la capacidad de recordar mejor los acontecimientos felices de la vida.

Sabiendo esto, puedes actuar como una persona feliz para aumentar tu sensación de felicidad. Intenta andar de forma más relajada, haciendo oscilar más los brazos, caminando con más brío. Intenta también hacer gestos más expresivos con las manos durante las conversaciones, asentir con la cabeza mientras los demás hablan, vestir ropa más colorida, utilizar con más frecuencia palabras con carga emocional positiva (sobre todo amor, gustar y cariño) reducir la frecuencia de referencias a ti mismo (a mí, mío y yo), variar más tu tono de voz, hablar algo más deprisa o dar la mano con más firmeza.

Bien, ya te lo he contado. Muchas de estas cosas ya las sabías, incluso te he dado consejos acerca de cómo debe ser tu conducta para ser una persona feliz. Ahora, dime, ¿eres más feliz?, probablemente tu índice de felicidad no haya aumentado en gran medida en estos dos minutos. Vamos a probar otra cosa, mira estos vídeos:





Ahora sí, ¿verdad?, ahora sí te has llenado de optimismo. A veces el truco no está en grandes manuales teóricos ni en densos libros de autoayuda que funcionan sólo mientras los estás leyendo. La cuestión es “experimentar” la felicidad, por ejemplo, rodeándote de gente positiva, con energía. Las emociones se contagian, no lo olvides, también las negativas.

viernes, 6 de abril de 2012

Dime lo que sientes....

Pedirle a alguien que te diga cual es la causa de lo que siente es como pedirle que te explique por qué ha hecho algo: una tarea inútil.

Todos necesitamos darle significado a nuestras emociones, etiquetarlas, ponerles nombre y achacarlas a algo, pero no siempre lo hacemos correctamente. Esta necesidad es tan potente que incluso cuando nuestro estado emocional es puramente fisiológico, es decir, está producido artificialmente por una sustancia como la adrenalina, que se limita a inducir palpitaciones, nerviosismo y un aumento de la presión arterial, la tendencia espontánea es atribuir nuestro estado de tensión física a alguna circunstancia externa. Esto es precisamente lo que demostró en un ingenioso experimento Stanley Schachter, psicólogo de la Universidad de Stanford. Los participantes en la investigación eran estudiantes voluntarios a quienes previamente se había informado –falsamente- de que el propósito del proyecto era estudiar los efectos de un nuevo fármaco para mejorar la vista. En realidad, el fármaco era adrenalina que, como he dicho, produce simplemente un estado físico de tensión emocional sin ningún tono o matiz positivo o negativo. Seguidamente, los investigadores advirtieron por separado a la mitad de los participantes –los informados- de que la medicación les iba a provocar tensión nerviosa y taquicardia. A la otra mitad -los ingenuos- les indicaron que el fármaco no les haría sentir nada especial.

Todos los participantes recibieron una inyección de adrenalina. Después de esperar unos minutos, un grupo pasó a una sala en la que unos actores, representando a investigadores, creaban un ambiente simpático y jovial, y otro grupo entró en una sala en la que otros actores crearon un ambiente hostil y de irritación. Al terminar el experimento todos los sujetos completaron un cuestionario en el que describían su estado emocional. Los participantes que habían sido informados de antemano sobre los efectos reales de la inyección de adrenalina declararon que se habían sentido “tensos” pero no habían experimentado ninguna emoción positiva o negativa; sabían que el fármaco y no los actores les había producido el estado de tensión nerviosa. Sin embargo, los participantes “ingenuos” se consideraban alegres o enojados de acuerdo con la situación ficticia a la que habían sido expuestos. Así pues, la misma reacción fisiológica producida por la adrenalina fue interpretada como simples efectos de este fármaco por aquellos que ya los anticipaban, o como emociones de alegría o de enojo, según el ambiente social creado ficticiamente, por quienes no anticipaban los efectos de la adrenalina. En resumen, todos los participantes necesitaron interpretar su estado emocional, y cada uno lo hizo a su manera.

Hay un estudio de Dutton y Aron (1974) que les gusta mucho a mis alumnos. Los autores estudiaron las reacciones de unos jóvenes mientras cruzaban un puente colgante construido con tablones de madera y cables de acero que se balanceaba peligrosamente a gran altitud. Una mujer se acercaba a algunos de estos jóvenes mientras estaban cruzando el puente y a otros cuando ya lo habían cruzado para hacerles una encuesta. Después les ofreció su teléfono sugiriéndoles que la llamasen si querían conocer los resultados del estudio. A la joven la llamaron en mayor número los hombres que se encontraron con ella mientras cruzaban el puente. Los autores explicaron los resultados porque los sujetos que conocieron a la mujer cruzando el puente estaban experimentando una elevada excitación psicológica que en condiciones normales hubiesen identificado como miedo, pero al estar con una joven atractiva la confundieron con atracción sexual.

De manera que no es tan sencillo que sepas lo que sientes, mucho menos que lo achaques a la causa correcta y, por supuesto, la cosa puede complicarse si acudes a según qué psicólogo :)