sábado, 2 de junio de 2012

Desesperanza

No hace falta ser psicólogo para darse cuenta que uno de los rasgos más característicos del ser humano es la facilidad para rendirse, para desesperanzarse cuando las cosas no salen, de perder la confianza en sí mismo y pensar que las malas situaciones se repetirán una y otra vez.

Richard G.M. Morris, profesor de Neurociencia de la Universidad de Edimburgo, interesado en la memoria de los roedores, llevó a cabo en su laboratorio un experimento que constaba de dos pruebas consecutivas. Previamente había escogido al azar dos docenas de conejillos de Indias o cobayas. En la primera prueba introdujo la mitad en un estanque de agua enturbiada con un poco de leche, para que no vieran unos cuantos montículos que había colocado en el fondo. Éstos eran los cobayas “con suerte”, porque mientras braceaban para flotar se podían apoyar y descansar temporalmente en los promontorios ocultos antes de proseguir su marcha en busca de una salida. A la otra docena de cobayas los metió en un estanque de aspecto similar pero sin montículos. Estos conejillos “desafortunados” no tenían más remedio que nadar sin descanso para no ahogarse. Después de un buen rato, Morris sacó a todos los exhaustos animalitos del agua para que se recuperaran.

A continuación el investigador echó a los veinticuatro cobayas a un estanque de agua, también enturbiada con leche, sin isletas donde descansar. Mientras los cobayas del grupo “con suerte” nadaban a un ritmo tranquilo, el grupo de cobayas “desafortunados” chapoteaba desesperadamente sin rumbo. Justo en el momento en que las puntiagudas narices de los agotados conejillos de Indias desaparecían bajo el agua, Morris los rescató de uno en uno y, después de apuntar el tiempo que habían nadado, los devolvió a sus jaulas extenuados y probablemente sorprendidos de estar vivos.

Cuando Morris calculó los minutos que los cobayas se habían mantenido a flote, descubrió que los del grupo “con suerte” habían nadado más del doble de tiempo que los “desafortunados”. Su conclusión fue que los conejillos “con suerte” nadaron más tranquilos y durante más tiempo porque recordaban las invisibles isletas salvadoras de la primera prueba, lo que les motivaba a buscarlas con la “esperanza” de encontrarlas. Por el contrario, los cobayas que durante la primera prueba no habían encontrado apoyo alguno, tenían menos motivación para nadar y hasta para sobrevivir.

Mientras tanto, en un laboratorio de la Universidad de Pensilvania, el profesor Martin Seligman estudiaba con un método parecido el comportamiento de perros que habían sido expuestos a diversas situaciones estresantes. En el experimento más conocido, Seligman formó dos grupos de canes elegidos al azar. Acto seguido, metió a un grupo en una jaula de metal en las que los animales recibían molestas descargas eléctricas cada poco segundos. Estos pobres perros, hiciesen lo que hiciesen, no podían escapar. Al otro grupo lo introdujo en una caja metálica igualmente electrificada pero de la que los canes escapaban empujando con el morro un panel que tenían enfrente. En un segundo experimento, puso a todos los perros juntos en una jaula electrificada de la que podían salir saltando una pequeña pared. Mientras que el grupo de canes que en la primera prueba había logrado controlar los calambres se liberaba en pocos segundos, los perros que en la primera prueba fueron incapaces de escapar de los molestos choques eléctricos permanecieron inertes y no hacían esfuerzo alguno por huir de la tortura.
Seligman calificó de indefensión la reacción de estos perros pasivos sufridores, y pensó que los animales habían aprendido en el primer experimento a sentirse indefensos y, como consecuencia, en situaciones posteriores de adversidad no consideraban la posibilidad de controlar su suerte. En cierta manera, se habían convertido en perros desesperanzados, recordaban lo ocurrido en la primera prueba y daban por hecho que sus respuestas no servirían para nada, por lo que ¿para qué intentarlo? Seligman también observó que estos canes “pesimistas” con el tiempo sufrían más enfermedades físicas y morían antes que los perros que no habían experimentado la situación de indefensión.




P.D.: Hace unos días repliqué este experimento con mis alumnos en un taller de inteligencia emocional. Funcionó justo en este sentido: los alumnos con la tarea imposible confesaron sentirse estúpidos y tuvieron un peor rendimiento que sus compañeros afortunados incluso en la última prueba que sí era posible. Déjame ser frívola pero me temo que es más fácil quitarle a una persona su confianza que la cartera.

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