sábado, 20 de octubre de 2012

El arte de dar

Parece que la evidencia científica, de nuevo, confirma el sentido común de los optimistas. Hay estudios que muestran cómo el hecho de dar, de ser altruistas, mejora no sólo nuestra salud mental también los lazos comunitarios y la salud en general. Hans Selye  lo decía: podemos rebajar nuestros niveles de estrés ayudando a los demás. Y su idea, que partía de investigación en ratones la confirmaba en 1983 Scherwiz, que encontraba cómo la incidencia de ataques cardíacos y otras dolencias relativas al estrés estaba correlacionada con el nivel de preocupaciones. Dar podía ser de nuevo un revulsivo para corazones más sanos. De hecho, el mero hecho de pensar en dar tiene un impacto positivo en la reducción del estrés.

David McClelland, en 1988 comprobaba cómo los estudiantes que veían una película sobre la madre Teresa de Calcuta experimentaban una elevación de sus sistemas inmunitarios. En 2007, desde la Universidad de Michigan, Stephanie Brown estudiaba 423 parejas de gente mayor y encontraba que los que se ofrecían soporte mutuo tendían a ser más longevos, mostraban mayores tasas de supervivencia a los cinco años.

Así, parece, que estás neurológicamente programado y bioquímicamente premiado para dar. En este sentido lo indican las investigaciones de Tomasello, codirector del Instituto de Antropología Evolutiva de Leipzig. En ¿Por qué cooperamos? lo explica de manera rotunda: empatía, cooperación, pueden no ser ni aprendidas ni surgidas para obtener determinadas recompensas.  Cuando un niño de solo 14 meses ve a un adulto (incluso si lo acaban de conocer) que necesita que se le abra una puerta porque tiene las manos ocupadas, intentará ayudarle.  Al año, un niño apuntará con el dedo objetos que el adulto simula haber perdido. Si dejamos, por último, caer un objeto ante un niño de dos años, lo recogerá para nosotros y nos lo ofrecerá.

La novedad en las investigaciones de Tomasello está en que la cooperación no depende de las recompensas ni del aprendizaje, ligados a peculiaridades culturales, sino que parece ocurrir a través de distintas culturas, es algo genético. Así, cuando los niños crecen se vuelven más selectivos en cuanto a generosidad: a los tres años se compartirá más generosamente con niños que hayan sido antes agradables con ellos. Ocurre entonces que se aprenden las normas sociales y estas empiezan a matizar la generosidad innata, nos empieza a importar la reciprocidad y lo que los demás opinen de nuestros actos. Ya lo decía Maquiavelo: El príncipe… debe aprender a no ser bueno.

Me temo que te han quedado pocas excusas para no compartir y, también me temo, que la generosidad puede ser uno de los actos más egoístas que existen.



P.D.: Recuerda la primera de las 10 perfecciones que enseñaba Buda: si conociésemos el poder de la generosidad, no dejaríamos pasar ni una simple comida sin compartirla, sin entregarla sin pedir nada a cambio.

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