sábado, 4 de febrero de 2012

Con el miedo en los talones

Si te pido que clasifiques las seis emociones básicas que ya intuía Darwin, -miedo, alegría, tristeza, ira, repugnancia y sorpresa- en emociones buenas y malas probablemente consideres el miedo, la tristeza, la ira y el asco como emociones negativas. Pero las emociones son sólo adaptativas, todas pueden ser buenas y malas dependiendo de su intensidad y de cómo se manejen. Así, el miedo nos da ciertas dosis de prudencia para no decir lo que realmente pensamos a nuestro jefe y abandonar nuestro trabajo, sin otra opción laboral, o nos da la posibilidad de salvar la vida frente a la amenaza de un depredador. El problema del miedo necesario para sobrevivir radica en que a veces no somos capaces de calibrar con precisión la respuesta emocional que correspondería, lógicamente, al grado de amenaza, nos paraliza y deja de ser un miedo adaptativo para convertirse en un miedo tóxico.

Coincido contigo en que el miedo y la ira mal gestionadas son las que peores resultados nos pueden ocasionar. Si te parece hoy nos centraremos en determinar si el miedo nace o se hace.

Hay estudios que demuestran que hay una parte de nuestro miedo que es genética, por eso, un niño muy pequeño le teme a las envergaduras grandes o a los animales que se arrastran y sisean y, sin embargo, los enchufes le parecen divertidos. Entre otros el miedo a la altura está codificado en nuestros genes. Se comprobó en un experimento denominado precipicio visual. Se colocaron dos superficies a determinada altura, una opaca y otra transparente, de forma que esta última pareciese suspendida en el vacío. Si colocamos en el medio de las dos superficies a un bebé de varios meses ¿hacia donde gateará? En la totalidad de los casos gateó hacia la opaca, al igual que otros animales: cachorros de pollos, gatos o monos, todos excepto los acuáticos. Los patos o las tortugas se van de cabeza a la superficie transparente. Nacemos con miedo a la altura, independientemente de haber vivido una experiencia desagradable o de padecer vértigo.

Por otro lado, también se ha demostrado que el miedo se puede aprender. Un equipo de científicos colocó a cinco monos en una jaula y, en su interior, una escalera y, sobre ella, un montón de plátanos. Cuando uno de los monos subía a la escalera para coger los plátanos, los científicos lanzaban un chorro de agua fría sobre el resto. Después de algún tiempo, cuando algún mono intentaba subir, los demás se lo impedían a palos. Al final, ninguno se atrevía a subir a pesar de la tentación de los plátanos. Entonces, los científicos sustituyeron a uno de los monos. Lo primero que hizo el nuevo fue subir por la escalera, pero los demás le hicieron bajar rápidamente y le pegaron. Después de algunos golpes, el nuevo integrante del grupo ya no volvió a subir por la escalera. Cambiaron otro mono y ocurrió lo mismo. El primer sustituto participó con entusiasmo en la paliza al novato. Cambiaron un tercero y se repitió el hecho. El cuarto y, finalmente, el último de los veteranos fueron sustituidos.

Los científicos se quedaron, entonces, con un grupo de cinco monos. Ninguno de ellos había recibido el baño de agua fría, pero continuaban golpeando a aquel que intentaba llegar a los plátanos. Si fuese posible preguntarle a alguno de ellos por qué pegaban a quien intentase subir a la escalera, seguramente la respuesta sería: “No sé, aquí las cosas siempre se han hecho así”. Parece que el miedo es de las pocas cosas que somos capaces de aprender en cabeza ajena.

La buena noticia es que los miedos genéticos se pueden modelar y los aprendidos, desaprender, el reto está en detectarlos y hacerles frente. Aunque de eso hablemos otro día de momento no olvides que el valor es saber manejar el miedo, no la ausencia de miedo.


P.D.: Hay un bonito mensaje en la película Coach Carter: “Empequeñecerse no ayuda al mundo, no hay nada inteligente en encogerse para que otros no se sientan inseguros a tu alrededor”

No hay comentarios:

Publicar un comentario