sábado, 28 de abril de 2012

El punto ciego

No es la primera vez que te digo esto: todos vivimos la misma realidad pero en distintos mundos. Solemos pensar que nuestra percepción del mundo es mucho más completa de lo que es en realidad. Sentimos que registramos lo que pasa en nuestro entorno al igual que una cámara de vídeo, pero lo que sucede es muy distinto. El cerebro utiliza distintos recursos para hacerse una idea de lo que sucede en su entorno pero  ¿el mundo que vemos es el mundo que existe?.... No estamos seguros, pero de lo que sí estamos seguros es de que lo que percibimos nos sirve. Nuestro cerebro no está preparado para vivir sino para sobrevivir, por lo tanto la percepción no es más que una herramienta útil para nuestra adaptación. Lo vas a entender enseguida: ¿qué objetos percibes en primer lugar cuando tienes hambre? y, cuando estás enamorado de alguien, ¿qué rasgos están más presentes, los positivos o los negativos?, me dirás: es que mi novio/a no tiene defectos, claro, ya, tu ex tampoco los tenía y ahora no encuentras una sola virtud en el/ella.
Nuestra percepción viene condicionada por nuestras necesidades (los niños pobres perciben las monedas más grandes que los niños ricos), por nuestro estado emocional (nuestros novios no tienen normalmente ningún defecto), por el entorno (el mismo tono de gris parece más oscuro si el fondo es más claro).  La percepción no es una película, de la misma manera que la memoria no es un archivo fotográfico. Recordar es como percibir en el tiempo. Cuando, por ejemplo, volvemos a nuestra guardería después de muchos años el aula nos parece más pequeña de lo que recordábamos, por no hablar de la cantidad de detalles que nuestro cerebro decide obviar, probablemente elimina hechos negativos para ayudarnos a sobrevivir, para mantenernos cuerdos.
Lo curioso es que nuestra manera de percibir es única y suele venir condicionada por nuestra experiencia. A percibir aprendemos, sí, como lo oyes. Hace unos cincuenta años, un pigmeo llamado Kenge realizó su primer viaje desde la frondosa selva tropical africana a las llanuras en compañía de un antropólogo. Aparecieron unos búfalos en la distancia –manchitas negras sobre un fondo de cielo blanco inmaculado-, y el pigmeo los observó con curiosidad. Al final se volvió hacia el antropólogo y le preguntó qué clase de insectos eran. Cuando le dijo que los insectos eran búfalos, el pigmeo soltó una risotada. El antropólogo no era tonto ni había mentido. Mejor dicho, como Kenge había vivido siempre en una frondosa jungla sin vista al horizonte, no había aprendido algo que  todos damos por sentado: que las cosas tienen otro aspecto vistas desde lejos. Tú y yo no confundimos los insectos ungulados porque estamos acostumbrados a contemplar vastas extensiones de terreno y sabemos desde niños que los objetos se ven más pequeños en la retina cuando están lejos que no cuando están cerca. El cerebro sabe que las superficies de los objetos cercanos proporcionan detalles específicos de su textura que se difuminan y se mezclan cuando el objeto se aleja; el grado de detalle visible se utiliza para valorar la distancia entre el ojo y el objeto. Si la pequeña imagen de la retina es detallada – podemos ver los pelillos de la cabeza de un mosquito y la textura de sus alas, parecida al papel de celofán-, el cerebro supone que el objeto está a más de dos centímetros del ojo. Si la pequeña imagen de la retina no es detallada –sólo vemos el contorno borroso y la forma sin sombrea del búfalo-, el cerebro supone que el objeto está a un par de miles de metros de distancia.
Como te decía nuestro cerebro construye su propia realidad, no sólo interviene de manera activa en la percepción filtrando los estímulos que llegan del exterior sino que además, debido a su escasa capacidad atencional, elige a qué estímulos prestar atención y a cuáles no.  Según Freud y Broadbent filtramos la experiencia para ver tan sólo lo que necesitamos ver y para saber únicamente lo que precisamos saber.



P.D.: Quizá si pruebas a cambiar el esquema de percepción puedas encontrar soluciones más creativas a los que tú percibes como problemas.

sábado, 21 de abril de 2012

Conócete a ti mismo

Leía el otro día un verso de Antonio Machado: “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”. ¿Existimos por nosotros mismos o nuestra existencia tiene sentido porque nos perciben los demás? En este sentido Hegel mantenía que sólo podemos conocernos a través de los otros, los demás se convierten en una suerte de espejo que refleja lo que somos pues, parece que, cuando nos miramos a nosotros mismos no somos muy objetivos. Lo oportuno entonces es que estemos muy atentos al feedback de los demás y aceptemos los comentarios y las críticas como un regalo, manteniendo una especie de actitud para construir.

Imagina que has recibido en pocos días varias críticas por la misma cuestión, incluso algún amigo se ha visto ofendido por tu actitud. Una vez que has pasado por el proceso de “negación”, -no, yo no soy así-, de “ira”, -quién se han creído los demás para juzgarme-, si tienes un mínimo de inteligencia emocional es posible que entres en la fase de “autoanálisis”. Has decidido tomar cartas en el asunto para modificar tu comportamiento, has apostado por crecer, por cambiar, por construir, por avanzar. Todo el mundo no puede estar equivocado y, como sabes, los hechos objetivos no importan, lo importante son las percepciones, en este caso, las de los demás. Censurar e irritarse es mucho menos útil que tratar de comprender por qué los demás reaccionan así contigo.

Otra manera de conocernos es a través de nuestras proyecciones. Hace ya muchos años que el filósofo David Hume advirtió esta tendencia señalando lo que denominó la “asombrosa tendencia” del ser humano a atribuir a los demás “las mismas emociones que observamos en nosotros y encontrar en todas partes las ideas que más presentes se hallan en nosotros”, en nuestra mente. Cuántas veces atribuyes a los demás tus propios miedos, tus propias inquietudes, tus propias intenciones. En la búsqueda de confirmar tus creencias te rodeas de gente que piensa como tú, que tiene tu mismo carácter y aspiraciones cuando lo enriquecedor son aquellas personas que por ser distintas te ayudan a valorar otras perspectivas y, por contraste, eres más consciente de tu propio yo.

Lo importante es tener una mente abierta y no tener miedo a conocerte. En ese proceso de autoanálisis no te preocupes si ves algo que no te gusta, nadie es perfecto. Cuando uno mira a los ojos a sus propios monstruos, se da cuenta de que tampoco resultan tan feos. Y cuando uno indaga en el lado oscuro, puede ayudar a otros a romper sus cadenas y a desarrollar su potencial. Existe un dicho del Profeta Mahoma que dice: “La mayor ignorancia para el hombre es la ignorancia de sí mismo”. También lo dijo Sócrates hace más de 2.000 años en la Grecia Clásica: “Hombre, conócete a ti mismo”.



P.D.: “¿Conoces a alguien a quien desearías modificar, y regular, y mejorar? ¡Bien¡ Espléndido. Yo estoy a favor. Pero, ¿por qué no empiezas por ti mismo? Desde un punto de vista puramente egoísta, eso es mucho más provechoso que tratar de mejorar a los demás. Sí, y mucho menos peligroso.

sábado, 14 de abril de 2012

Felicidad para dummies

Si estás leyendo este post es porque te preocupa cómo ser más feliz. Me imagino que sueles leer otros artículos relacionados con la felicidad y algún que otro libro de autoayuda de esos que no sirven casi para nada. De manera que, probablemente, ya habrás llegado a una conclusión: la felicidad depende de uno mismo, de lo que haces y de cómo interpretas la realidad. Ahí va un poco de información que confirma tu teoría:

Cuando estás triste, lloras. Cuando eres feliz, sonríes. Cuando estás de acuerdo, asientes con la cabeza. Hasta ahí, todo normal, pero, según un campo de investigación conocido como psicología propioceptiva, el mismo proceso funciona a la inversa. Si consigo que te comportes de cierto modo, puedo provocar en ti ciertas emociones y ciertos pensamientos.

En un experimento (Laird, J.D., 2007) que se ha convertido en un clásico, se les pidió a dos grupos de personas que sumasen una lista de números. Durante la tarea, a un grupo se le dijo que frunciese el ceño (o, en palabras de los investigadores, que contrajeran el músculo superciliar), mientras que al otro se le pidió que esbozase una leve sonrisa (que extendiesen el músculo cigomático). Este sencillo movimiento facial tuvo un efecto sorprendente cuando pidieron a los participantes que puntuaran la dificultad de la tarea: lo que fruncían el ceño estaban convencidos de que se habían esforzado mucho más que los sonrientes.

En otro estudio diferente (Förster, J., 2004), los participantes tuvieron que concentrarse en una serie de productos que se movían por una gran pantalla de ordenador e indicar después si les parecían atractivos. Algunos de los artículos se movían verticalmente (lo que obligaba a los participantes a asentir con la cabeza mientras observaban), mientras que otros se movían horizontalmente (lo que suponía un movimiento de cabeza lateral). Los participantes preferían los productos que se movían verticalmente, sin ser conscientes de que sus movimientos de asentimiento y negación habían desempeñado un importante papel en sus decisiones.

La misma idea se aplica a la felicidad. Sonreímos cuando estamos contentos, pero también estamos más contentos porque sonreímos. El efecto funciona se sea o no consciente de la sonrisa. En los ochenta, Fritz Straack y sus colegas pidieron a dos grupos de personas que observaran las tiras cómicas de Gary Larson, Far Side, y dijesen si les parecían divertidas y lo felices que se sentían, pero poniéndolos en unas circunstancias bastante extrañas. A un grupo se le pidió que sostuviese un lápiz entre los dientes, asegurándose de que no les tocase los labios. Al otro, que sostuviesen el extremo del lápiz con los labios, no con los dientes. Sin darse cuenta, los del grupo de los dientes se veían obligados a sonreír, mientras que los de los labios tenían que fruncir el ceño. Los resultados revelaron que los participantes tendían a experimentar la emoción asociada con sus expresiones. Los que sonreían a causa del lápiz se sentían más felices y consideraban más divertidas las tiras cómicas que los que tenían que fruncir el ceño. Otros trabajos han demostrado que este aumento de la felicidad no desparece en cuanto se deja de sonreír. Sigue vivo y afecta a varios aspectos del comportamiento, incluida una interacción más positiva con los demás y la capacidad de recordar mejor los acontecimientos felices de la vida.

Sabiendo esto, puedes actuar como una persona feliz para aumentar tu sensación de felicidad. Intenta andar de forma más relajada, haciendo oscilar más los brazos, caminando con más brío. Intenta también hacer gestos más expresivos con las manos durante las conversaciones, asentir con la cabeza mientras los demás hablan, vestir ropa más colorida, utilizar con más frecuencia palabras con carga emocional positiva (sobre todo amor, gustar y cariño) reducir la frecuencia de referencias a ti mismo (a mí, mío y yo), variar más tu tono de voz, hablar algo más deprisa o dar la mano con más firmeza.

Bien, ya te lo he contado. Muchas de estas cosas ya las sabías, incluso te he dado consejos acerca de cómo debe ser tu conducta para ser una persona feliz. Ahora, dime, ¿eres más feliz?, probablemente tu índice de felicidad no haya aumentado en gran medida en estos dos minutos. Vamos a probar otra cosa, mira estos vídeos:





Ahora sí, ¿verdad?, ahora sí te has llenado de optimismo. A veces el truco no está en grandes manuales teóricos ni en densos libros de autoayuda que funcionan sólo mientras los estás leyendo. La cuestión es “experimentar” la felicidad, por ejemplo, rodeándote de gente positiva, con energía. Las emociones se contagian, no lo olvides, también las negativas.

viernes, 6 de abril de 2012

Dime lo que sientes....

Pedirle a alguien que te diga cual es la causa de lo que siente es como pedirle que te explique por qué ha hecho algo: una tarea inútil.

Todos necesitamos darle significado a nuestras emociones, etiquetarlas, ponerles nombre y achacarlas a algo, pero no siempre lo hacemos correctamente. Esta necesidad es tan potente que incluso cuando nuestro estado emocional es puramente fisiológico, es decir, está producido artificialmente por una sustancia como la adrenalina, que se limita a inducir palpitaciones, nerviosismo y un aumento de la presión arterial, la tendencia espontánea es atribuir nuestro estado de tensión física a alguna circunstancia externa. Esto es precisamente lo que demostró en un ingenioso experimento Stanley Schachter, psicólogo de la Universidad de Stanford. Los participantes en la investigación eran estudiantes voluntarios a quienes previamente se había informado –falsamente- de que el propósito del proyecto era estudiar los efectos de un nuevo fármaco para mejorar la vista. En realidad, el fármaco era adrenalina que, como he dicho, produce simplemente un estado físico de tensión emocional sin ningún tono o matiz positivo o negativo. Seguidamente, los investigadores advirtieron por separado a la mitad de los participantes –los informados- de que la medicación les iba a provocar tensión nerviosa y taquicardia. A la otra mitad -los ingenuos- les indicaron que el fármaco no les haría sentir nada especial.

Todos los participantes recibieron una inyección de adrenalina. Después de esperar unos minutos, un grupo pasó a una sala en la que unos actores, representando a investigadores, creaban un ambiente simpático y jovial, y otro grupo entró en una sala en la que otros actores crearon un ambiente hostil y de irritación. Al terminar el experimento todos los sujetos completaron un cuestionario en el que describían su estado emocional. Los participantes que habían sido informados de antemano sobre los efectos reales de la inyección de adrenalina declararon que se habían sentido “tensos” pero no habían experimentado ninguna emoción positiva o negativa; sabían que el fármaco y no los actores les había producido el estado de tensión nerviosa. Sin embargo, los participantes “ingenuos” se consideraban alegres o enojados de acuerdo con la situación ficticia a la que habían sido expuestos. Así pues, la misma reacción fisiológica producida por la adrenalina fue interpretada como simples efectos de este fármaco por aquellos que ya los anticipaban, o como emociones de alegría o de enojo, según el ambiente social creado ficticiamente, por quienes no anticipaban los efectos de la adrenalina. En resumen, todos los participantes necesitaron interpretar su estado emocional, y cada uno lo hizo a su manera.

Hay un estudio de Dutton y Aron (1974) que les gusta mucho a mis alumnos. Los autores estudiaron las reacciones de unos jóvenes mientras cruzaban un puente colgante construido con tablones de madera y cables de acero que se balanceaba peligrosamente a gran altitud. Una mujer se acercaba a algunos de estos jóvenes mientras estaban cruzando el puente y a otros cuando ya lo habían cruzado para hacerles una encuesta. Después les ofreció su teléfono sugiriéndoles que la llamasen si querían conocer los resultados del estudio. A la joven la llamaron en mayor número los hombres que se encontraron con ella mientras cruzaban el puente. Los autores explicaron los resultados porque los sujetos que conocieron a la mujer cruzando el puente estaban experimentando una elevada excitación psicológica que en condiciones normales hubiesen identificado como miedo, pero al estar con una joven atractiva la confundieron con atracción sexual.

De manera que no es tan sencillo que sepas lo que sientes, mucho menos que lo achaques a la causa correcta y, por supuesto, la cosa puede complicarse si acudes a según qué psicólogo :)