sábado, 10 de diciembre de 2011

Felicidad aplazada

A finales de los 60´s el psicólogo Walter Mischel llevó a cabo un experimento con niños y marshmallows. Se propuso medir científicamente la fuerza de voluntad en un grupo de niños y observar cómo esta habilidad podía influir en la evolución hacia la edad adulta.

Echa un vistazo, es divertido:



Durante los cuarenta años posteriores, era un estudio longitudinal, Mischel analizó la personalidad de todos esos niños y resultó que los impulsivos, los que no eran capaces de retrasar la gratificación, tenían baja autoestima y umbrales bajos de frustración, mientras que los que habían esperado eran personas socialmente más competentes y con mayor éxito académico. Por su parte, Goleman introduce el control de impulsos como un elemento de la inteligencia emocional. Así, la gratificación diferida se convierte en un elemento para obtener éxito en la vida.

Todo va bien hasta que nos topamos con el concepto contrario; el síndrome de la felicidad aplazada. Término que surgió en Australia tras un gran debate nacional sobre el intento de conciliación entre la vida laboral y familiar. Los resultados de una encuesta realizada a nivel nacional fueron alarmantes, denotaban una tendencia creciente de los australianos, el 30%, a mantener situaciones difíciles y estresantes con la creencia de que dicho esfuerzo les merecería la pena a largo plazo.

Pilar Jerico (http://www.pilarjerico.com) identifica los síntomas:

  1. ¿Busca una vida con mejores comodidades (casa, automóvil, colegios, vacaciones…) y eso le obliga a trabajar más horas y más duramente?
  2. ¿Tiene la necesidad de ahorrar todo cuanto pueda para su jubilación, momento quizá sublimado?
  3. ¿Tiene miedo a cambiar de trabajo y prefiere seguir con el estrés con el que vive?
Las consecuencias del síndrome son varias. Lo más importante es que se sacrifica la felicidad presente trabajando y trabajando porque se piensa que en el futuro todo cambiará.

No hace falta vivir el síndrome de la felicidad aplazada para saber que el miedo es un mal enemigo de nuestra calidad de vida y de nuestra felicidad. En cincuenta años hemos multiplicado varias veces nuestra capacidad adquisitiva y, sin embargo, nuestros índices de felicidad permanecen igual y, lo que es peor, las depresiones se han multiplicado por diez en los países desarrollados.

Cuando en clase lanzo alguna pregunta acerca del comportamiento humano siempre acierta el alumno que contesta: “depende”. Y en este caso depende de encontrar el punto medio entre beberse la vida a chorros o guardar algo para luego, como la hormiga.

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