sábado, 23 de junio de 2012

Mentiras arriesgadas

Las pequeñas mentiras que tan habitualmente usamos en las relaciones sociales se conocen como “lubricantes del engranaje social”. Normalmente, se acepta que la interacción civilizada exige cierta dosis de engaño –remitir dobles mensajes, ocultar nuestros verdaderos sentimientos, olvidar cuestiones cruciales, etc.-, y, además de a las mentiras flagrantes solemos recurrir a las medias verdades. Pero, del mismo modo que la fluidez de las relaciones sociales nos exige silenciar determinadas incorrecciones, el tacto nos obliga a no denunciar las muestras de insinceridad que percibimos.

Las mentiras sociales cumplen determinadas funciones. Echamos mano de las “mentiras inocentes” para librarnos, por ejemplo, de una invitación no deseada, tratando de no dañar los sentimientos de la otra persona. Otras mentiras tienen el objetivo de mantener nuestra imagen social, son las “mentiras de autopresentación”, que no es más que eso que haces cuando intentas mostrarte un poco más bondadoso, sensible, inteligente y altruista de lo que en realidad eres.

Las mentiras sociales sólo pueden cumplir adecuadamente con su función de lubricante social cuando son recibidas con una discreta desatención. La relación directa con los demás nos ofrece la oportunidad de detectar esta clase de mentiras, observando, por ejemplo, las contradicciones entre lo que alguien nos dice y los diferentes aspectos de su conducta pero si la vida social funciona es porque ignoramos las pequeñas mentiras sociales y, en este sentido, según el psicólogo de Harvard Robert Rosenthal, las mujeres demuestran una mayor destreza que los hombres.

Pero ¿cómo aprendemos a ignorar las mentiras sociales? O es que nacemos con esa habilidad. Los niños pueden ser sumamente ingenuos, abiertos y atrevidos. Destacan no sólo por su capacidad para mentir, sino también por su capacidad para decir la verdad. Sin embargo, sólo si se trata de un niño pequeño su franqueza será disculpada, ya que a medida que crece y se le empiece a considerar responsable, esa misma franqueza puede llegar a ser sumamente embarazosa. En este punto se les enseña a mentir socialmente. Parece como si a lo largo de su desarrollo los niños aprendieran a través de la socialización a leer educadamente lo que los demás quieren mostrar y no lo que realmente sienten, o dicho de otro modo, los esquemas sociales van restringiendo cada vez más nuestra atención.


P.D. Rebelarse ante esto no sólo no es fácil además resulta poco útil. Lo primero que consiguen las personas que comienzan a dudar de las apariencias externas es una mayor sensación de inseguridad, luego pueden llegar también a sentirse culpables por su suspicacia y su falta de confianza, y tal vez terminen descubriendo algo sobre los sentimientos de la otra persona hacia ellos que quizá hubiera sido mejor seguir ignorando.

sábado, 16 de junio de 2012

Nadar contracorriente

Siempre me ha llamado mucho la atención cómo nuestra manera de comportarnos varía en función de si estamos solos o en compañía.

A veces esa  influencia funciona de una manera inconsciente como puso de manifiesto una psicóloga llamada Martha McClintock que estudió científicamente la sincronización menstrual o regulación social de la ovulación. Esta sincronización de los periodos menstruales se observa principalmente en lugares donde las mujeres conviven durante largos periodos de tiempo, ya sea entre hermanas, madre e hija en el hogar familiar o en conventos, burdeles, residencias de estudiantes e incluso en algunos puestos de trabajo. También se había observado en algunos animales de experimentación como ratones y conejillos de indias. Con la diferencia de que la sincronización menstrual que se producía en estos animalillos se hacía en base al ciclo de la hembra alfa o dominante. McClintock se dio cuenta por primera vez de este hecho al observar a siete socorristas (obviamente, todas ellas mujeres) que comenzaron el verano con periodos totalmente diferentes y que, al cabo de tres meses, menstruaban prácticamente en los mismos días.
Este efecto de influencia también funciona en situaciones más evidentes. Latané y Darley hicieron que un estudiante fingiese un ataque epiléptico en las calles de Nueva York y esperaron para comprobar si los viandantes se paraban a ayudarlo. Como les interesaba el efecto del número de testigos en la probabilidad de que alguien ayudase, los investigadores representaron el falso ataque varias veces delante de diferentes números de personas. Los resultados eran tan claros como ilógicos: conforme aumentaba el número de testigos, disminuía la probabilidad de recibir ayuda. El efecto no era trivial, ya que el estudiante recibió ayuda el 85% de las veces cuando sólo había otra persona presente, frente al 30 % cuando había cinco personas más.

¿Por qué disminuye el impulso de ayudar a los demás cuanta más gente haya presente? Cuando nos enfrentamos a un suceso relativamente insólito, como ver a un hombre caerse en la calle, tenemos que dilucidar qué está pasando. A menudo hay varias opciones: quizá se trate de una emergencia real y el hombre tenga un ataque epiléptico: quizá lo finja como parte de un experimento sociopsicológico, o quizá sea un programa de cámara oculta con un mimo que acaba de empezar su representación callejera. A pesar de las muchas posibilidades, debemos tomar una decisión rápida. La manera que tenemos de hacerlo es mediante la observación del comportamiento de los que nos rodean. ¿Corren a ayudar o siguen con sus cosas? ¿Están llamando a una ambulancia o continúan charlando con sus amigos? Por desgracia, como la mayoría somos reacios a destacar en una multitud, todos miran a los demás en busca de pistas, y el grupo puede acabar decidiéndose por la opción “aquí no hay nada que ver, sigue andando”.



P.D. Ahí va un consejo: cuando envíes un mail pidiendo a un grupo de personas que hagan algo puede ocurrir que si ven que has enviado el mismo correo a mucha gente surja el efecto de difusión y que todos piensen que responder es cosa de los demás. Si quieres incrementar las posibilidades de recibir ayuda, envía el mensaje de forma individual a cada persona.

sábado, 2 de junio de 2012

Desesperanza

No hace falta ser psicólogo para darse cuenta que uno de los rasgos más característicos del ser humano es la facilidad para rendirse, para desesperanzarse cuando las cosas no salen, de perder la confianza en sí mismo y pensar que las malas situaciones se repetirán una y otra vez.

Richard G.M. Morris, profesor de Neurociencia de la Universidad de Edimburgo, interesado en la memoria de los roedores, llevó a cabo en su laboratorio un experimento que constaba de dos pruebas consecutivas. Previamente había escogido al azar dos docenas de conejillos de Indias o cobayas. En la primera prueba introdujo la mitad en un estanque de agua enturbiada con un poco de leche, para que no vieran unos cuantos montículos que había colocado en el fondo. Éstos eran los cobayas “con suerte”, porque mientras braceaban para flotar se podían apoyar y descansar temporalmente en los promontorios ocultos antes de proseguir su marcha en busca de una salida. A la otra docena de cobayas los metió en un estanque de aspecto similar pero sin montículos. Estos conejillos “desafortunados” no tenían más remedio que nadar sin descanso para no ahogarse. Después de un buen rato, Morris sacó a todos los exhaustos animalitos del agua para que se recuperaran.

A continuación el investigador echó a los veinticuatro cobayas a un estanque de agua, también enturbiada con leche, sin isletas donde descansar. Mientras los cobayas del grupo “con suerte” nadaban a un ritmo tranquilo, el grupo de cobayas “desafortunados” chapoteaba desesperadamente sin rumbo. Justo en el momento en que las puntiagudas narices de los agotados conejillos de Indias desaparecían bajo el agua, Morris los rescató de uno en uno y, después de apuntar el tiempo que habían nadado, los devolvió a sus jaulas extenuados y probablemente sorprendidos de estar vivos.

Cuando Morris calculó los minutos que los cobayas se habían mantenido a flote, descubrió que los del grupo “con suerte” habían nadado más del doble de tiempo que los “desafortunados”. Su conclusión fue que los conejillos “con suerte” nadaron más tranquilos y durante más tiempo porque recordaban las invisibles isletas salvadoras de la primera prueba, lo que les motivaba a buscarlas con la “esperanza” de encontrarlas. Por el contrario, los cobayas que durante la primera prueba no habían encontrado apoyo alguno, tenían menos motivación para nadar y hasta para sobrevivir.

Mientras tanto, en un laboratorio de la Universidad de Pensilvania, el profesor Martin Seligman estudiaba con un método parecido el comportamiento de perros que habían sido expuestos a diversas situaciones estresantes. En el experimento más conocido, Seligman formó dos grupos de canes elegidos al azar. Acto seguido, metió a un grupo en una jaula de metal en las que los animales recibían molestas descargas eléctricas cada poco segundos. Estos pobres perros, hiciesen lo que hiciesen, no podían escapar. Al otro grupo lo introdujo en una caja metálica igualmente electrificada pero de la que los canes escapaban empujando con el morro un panel que tenían enfrente. En un segundo experimento, puso a todos los perros juntos en una jaula electrificada de la que podían salir saltando una pequeña pared. Mientras que el grupo de canes que en la primera prueba había logrado controlar los calambres se liberaba en pocos segundos, los perros que en la primera prueba fueron incapaces de escapar de los molestos choques eléctricos permanecieron inertes y no hacían esfuerzo alguno por huir de la tortura.
Seligman calificó de indefensión la reacción de estos perros pasivos sufridores, y pensó que los animales habían aprendido en el primer experimento a sentirse indefensos y, como consecuencia, en situaciones posteriores de adversidad no consideraban la posibilidad de controlar su suerte. En cierta manera, se habían convertido en perros desesperanzados, recordaban lo ocurrido en la primera prueba y daban por hecho que sus respuestas no servirían para nada, por lo que ¿para qué intentarlo? Seligman también observó que estos canes “pesimistas” con el tiempo sufrían más enfermedades físicas y morían antes que los perros que no habían experimentado la situación de indefensión.




P.D.: Hace unos días repliqué este experimento con mis alumnos en un taller de inteligencia emocional. Funcionó justo en este sentido: los alumnos con la tarea imposible confesaron sentirse estúpidos y tuvieron un peor rendimiento que sus compañeros afortunados incluso en la última prueba que sí era posible. Déjame ser frívola pero me temo que es más fácil quitarle a una persona su confianza que la cartera.