sábado, 27 de abril de 2013

Cerebro plástico

Podemos cambiar. No sólo podemos, lo hacemos constantemente. Contrariamente a lo que se creyó durante décadas nuestro cerebro no es un diamante. No es algo rígido sino algo preparado para cambiar. Esta característica extraordinaria del cerebro es lo que denominamos «plasticidad cerebral», lo que el neurólogo Norman Doidge, autor de El cerebro que se cambia a sí mismo, define como la característica del cerebro de ser cambiable y adaptable. Aunque este mismo autor habla también de la <<paradoja de la plasticidad>>, esto es, que  nuestros cerebros están preparados para adoptar comportamientos rígidos o flexibles según cómo entrenemos el cerebro. De manera que, paradójicamente,  podemos aprovechar nuestra plasticidad para acostumbrar a nuestro cerebro a ser rígido. Pues vaya negocio, pensarás, pues sí, pero es que nos cuesta mucho esfuerzo desaprender los comportamientos una vez que los hemos consolidado.

El cambio mental requiere un esfuerzo, exactamente en la misma medida en que lo requiere el cambio físico. Pero así como podemos decidir qué cambios físicos queremos —una tripa más firme, una cintura más fina, más resistencia cuando corremos…— y podemos medir esos cambios de forma concreta, los cambios psicológicos son mucho más sutiles y tenemos menos facilidad para diagnosticar los que son necesarios y medir su impacto en nuestra vida.

A pesar del esfuerzo que supone el cambio hay situaciones en las que estamos predispuestos a ello. Por ejemplo, cuando tenemos que colaborar con otro ser. No podríamos colaborar con otras personas si fuésemos demasiado rígidos. Ésa sería una buena razón: somos más receptivos al aprendizaje cuando somos colaborativos. De hecho, las personas que se comprometen en relaciones amorosas maduras perciben este proceso de apertura al otro: enamorarse invita a aprender y a cambiar, y es un tiempo muy fértil desde el punto de vista plástico. Por ello, es importante dedicar tiempo al principio de una relación a consolidar comportamientos constructivos que formen una base sana para la relación, y a deshacer patrones interpersonales negativos.

Cuando aprendemos algo nuevo, ¿ese aprendizaje tiene un efecto inmediato en el cerebro? Sí, definitivamente. Ahora sabemos que cuando cambiamos el comportamiento y los esquemas mentales estamos utilizando la forma más contundente de producir cambios biológicos en el individuo. Numerosos estudios lo avalan, entre ellos los del científico Eric Kandel, que han demostrado que cuando un animal aprende algo no sólo cambia el número de conexiones sinápticas entre dos neuronas —y estamos hablando de entre mil trescientas y dos mil seiscientas a medida que el animal aprende o desaprende algo—sino que determinados genes se activan en las neuronas para fabricar proteínas y lograr esa conexión.

De los descubrimientos que más me impactaron mientras estudiaba la carrera fue el hecho de que, en algunos casos, la plasticidad puede corregir algunas anomalías congénitas o accidentales. Por ejemplo las alteraciones del lenguaje tienen mejor recuperación si se producen en la niñez o en la juventud. Se pueden producir dos tipos de plasticidad. Una de ellas es que áreas cerebrales sanas, vecinas a las áreas de lenguaje afectadas asumen la función del lenguaje. El otro tipo se debe a la aparición de áreas de lenguaje en el hemisferio opuesto. Es sorprendente, el cerebro se cura a si mismo supliendo algunas de sus funciones lesionadas recurriendo a la plasticidad.

La plasticidad hace que nuestro cerebro siga creciendo a pesar de la edad y se vaya adaptando a los nuevos retos. Lo importante es mantener siempre la mente abierta. No leer siempre los mismos libros, cambiar nuestro camino al trabajo, cultivar diferentes amistades... Lo que llamamos enriquecernos no es más que contribuir a crear nuevos senderos en nuestro cerebro y evitar los desgastados por el hábito. A pesar del esfuerzo que supone salir de nuestra zona de confort.


sábado, 13 de abril de 2013

Schadenfreude

Schadenfreude no es el nombre de ningún personaje literario. Aunque si lo fuese sería una especie de villano. Me suena a Barón Schadenfreude. Un malo malísimo, lleno de envidia que se alegra de las desgracias ajenas.

Así es, la envidia malsana se llama en literatura científica «Schadenfreude». Una palabra alemana que evoca un sentimiento universal: regodearse ante el fracaso de los demás. La Schadenfreude se agudiza si hay razones para creer que se está haciendo justicia («se lo merece…»), pero eso no explica por qué a veces nos alegramos del dolor ajeno. Se puede desear justicia sin ser un sádico.

Hay un reflejo humano: el de sentir alivio cuando lo malo le pasa a otro y no a nosotros. Somos seres empáticos para lo bueno y para lo malo. Como nos es muy fácil ponernos en la piel de los demás, cuando les pasa algo malo pensamos: «Menos mal que eso no me ha pasado a mí…». Es un reflejo natural que te hace sentir bien y a salvo. Pero alegrarse por la desdicha ajena —la Schadenfreude— tiene mucho que ver con la envidia.

Fue la envidia la que provocó el primer asesinato del Génesis: la muerte de Abel a manos de Caín. Sin embarrgo, desear lo que tiene el otro, aunque te parezca extraño, es una forma de mantener conexiones con el grupo, de competir, de no quedarte atrás. Es la llamada envidia sana. Pero, ojo, porque cuando sientes mucha envidia se activan nodos de dolor físico en tu cerebro. La envidia duele. En cambio, cuando un envidioso se entera de que a la persona que envidia le va mal, se le activan los centros de recompensa del cerebro. Y eso le alivia el dolor que siente.

Un estudio de la Universidad de Leiden, en Holanda, revela que cuanto menos autoestima tienes, más posibilidades hay de que sientas alegría, en vez de compasión, cuando les va mal a los demás. Es porque te da la sensación de que no sólo tú eres un «fracasado».

El envidioso es un insatisfecho (ya sea por inmadurez, represión, frustración, etc.) que, a menudo, no sabe que lo es. Por ello siente consciente o inconscientemente mucho rencor contra las personas que poseen algo (belleza, dinero, sexo, éxito, poder, libertad, amor, personalidad, experiencia, felicidad, etc.) que él también desea pero no puede o no quiere desarrollar. Así, en vez de aceptar sus carencias o percatarse de sus deseos y facultades y darles curso, el envidioso odia y desearía destruir a toda persona que, como un espejo, le recuerda su privación. La envidia es, en otras palabras, la rabia vengadora del impotente que, en vez de luchar por sus anhelos, prefiere eliminar la competencia. Por eso la envidia es una defensa típica de las personas más débiles, acomplejadas o fracasadas.

La envidia paraliza y envenena. Contra la envidia, podemos visualizar, imaginar, cómo cuidamos y deseamos lo mejor incluso a aquellos que consideramos enemigos. Recuerda que la justicia no está reñida con la compasión.